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domingo, 1 de julio de 2018

A la deriva

En los naufragios nos definimos. A la deriva (Adrift, 2017) tiene muchos puntos de contacto, a la vez que se torna en una variante, de una de las obras precedentes de Baltasar Komakur, Everest (2015), esa película que decepcionó a muchos porque dejaba de lado la épica y se convertía en un desolador rosario de frustración, fracaso y muerte. Ambas obras se centran en la confrontación con un entorno natural, en una extremas condiciones, que evidencian tanto la capacidad de resistencia como las limitaciones. Con respecto al sujeto, a quien vive y sufre ese desafío, se evidencia la enajenación, que puede derivar en ofuscación o en acicate. Everest evidenciaba la primera actitud, por eso se constituía en un severo correctivo contra la arrogancia y otras inconsistencias humanas. ¿Sientes que te ahogas en tu vida rutinaria y pagas miles de dolares para que te lleven hasta la cima más alta?, pues toma, te quedas sin nariz. ¿Quieres demostrar a los niños que alguien que es cualquiera puede alcanzar esa cima? Pues toma, mueres por querer lograrlo aunque las previsiones del tiempo indicaran que debías descender si querías salvar tu vida. Hasta los que ayudan a otros mueren. Tarde o temprano la montaña siempre gana. Tarde o temprano morimos. En Everest se transmitía la aceptación de la derrota, la pérdida como inevitable posibilidad en la apuesta. Y se narraba con vibrante fluidez, con genuino sentido de la aventura, una peripecia que transmitía agreste sensación de realidad. De hecho, ocurrió de verdad, en 1998. La visita guiada (previo pago de una considerable suma), porque también el Everest se convirtió en una atracción turística en la que hay colapsos para conseguir el mejor turno de subida, se saldó con varias muertes.
También A la deriva se inspira en un suceso real, que aconteció en 1983, cuando el velero en el que viajaban Richard (Sam Claflin) y Tami (Shallene Woodley), de Hawai a la costa oeste estadounidense, quedó inutilizado, e incomunicado, por efecto de un huracán. En medio de la nada, se tomó la decisión de intento retornar a Hawai, por tener las corrientes a su favor, pero también convertía a su objetivo, valga la paradoja, en móvil, por lo que podían pasar de largo. Hay una tendencia en el reciente cine estadounidense que se puede denominar como manual de instrucciones para sobrevivir en situaciones extremas. En algunos casos, no es que sean experiencias que nos vaya a tocar vivir, porque creo que será difícil que nos encontremos en la tesitura de la protagonista de Gravity (2013),de Alfonso Cuaron, el protagonista de Riddick (2013), de David Twohy, o el joven protagonista de After Earth (2013), de M Night Shyalaman. Todas y cada una de ellas son metáforas, sea como reflejo o de modo intencional, de una circunstancia económica y social que hace sentir el miedo de que todo esté perdido. En este sentido la obra más cercana, por compartir circunstancia, era la notable Cuando todo está perdido (2013) de JC Chandor, En la peripecia que vive el hombre sin nombre que encarna Robert Redford, en su lucha por sobrevivir en alta mar cuando se abre un boquete en su barco, se condensaba la circunstancia del ciudadano de a pie que se ha encontrado con una inestabilidad en la que en cualquier momento puede abrirse una vía de agua en su vida, hasta hace poco, aparentemente segura. Era significativo que lo que provocaba el boquete en el casco del barco fuera un contenedor lleno de zapatos que flotaba en medio del océano, un residuo de una economía global sostenida sobre la especulación, y que ha implicado que se pise a muchos para que floten, y con todos los lujos, unos pocos.
En A la deriva no hay esas cargas de profundidad. Es más concreta y elemental. Es otra de esas estimables obras en las que la lucha por la supervivencia tras el naufragio se convierte en el centro del relato, sea para poder alcanzar la superficie, como en La aventura del Poseidón (1972), de Norman Jewison, se realice un rescate a contrarreloj, como a los tripulantes del submarino en Salida al amanecer (1950), de Roy Ward Baker, o se luche contra los elementos (y entre los supervivientes), en la travesía de unos botes de salvamento, como en Náufragos (1944), de Alfred Hitchcock, El mar no perdona (1957), de Richard Sale, o La vida de Pi (2012), de Ang Lee. A la deriva ya comienza con el momento traumático: el despertar de Tami, quien recupera el conocimiento en el interior inundado del velero, pero no encuentra a Richard. La narración alternará el proceso de conocimiento, y la consolidación de la relación, de Tami y Richard, con los esfuerzos de Tami para buscar a Richard, su cuidado en correspondencia con el del mismo velero, en el que procura mejorar sus condiciones dentro de su irremisible estado dañado, en suma, fundamentalmente, el desafío de la supervivencia. En estos fragmentos residen los aspectos más notables de la obra, en especial cuando se produce en los pasajes finales un giro que replantea de modo radical la percepción del relato hasta ese momento. En absoluto, caprichoso ni capcioso, sino agudo reflejo de la enajenación en un sentido positivo, cuando se torna en la motivación que propulsa la acción y resistencia. Si en Everest evidenciaba un imprudente y hasta arrogante autoengaño, en A la deriva, la sugestión, como cualquier película que nuestra mente genera como dinamo reanimadora, y puede ser el recuerdo del amor que más nos ha llenado, se proyecta como impulso de acción. Por eso, A la deriva, a diferencia de Everest, transmite la no aceptación de la derrota pese a las adversas circunstancias, y de qué modo es necesario afrontar la pérdida cuando la apuesta de la supervivencia aún está en juego.

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