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lunes, 5 de marzo de 2018

Nadie puede vencerme

'Nadie puede vencerme' (The set-up, 1949), de Robert Wise, puede llamar, de entrada, la atención porque lo que dura su metraje, 72 minutos, se corresponde con la duración de la acción relatada. Fue ocurrencia de Dore Schary, quien propulsó el proyecto en la RKO, aunque no conste como productor ejecutivo. Fue su última colaboración con este Estudio antes de ser nombrado Jefe de Estudio en la Metro Goldwyn Mayer. El guión de Art Cohn adapta un poema narrativo, escrito por Joseph Moncure March en 1928. Este no quedó muy satisfecho con el hecho de que modificaran un aspecto sustancial. Convirtieron en blanco a su boxeador afroamericano y la cuestión de la discriminación racial era un aspecto fundamental en su poema narrativo. Wise quería que sí fuera negro pero justificó ese cambio en el hecho de que en la plantilla actoral de la RKO no hubiera un actor afroamericano que pudiera ser la estrella de la película, más allá de como secundario haya un actor, James Edwards, que interpreta a otro boxeador. El papel sería adjudicado a Robert Ryan, que había sido cuatro años seguidos campeón de los pesos pesados cuando era estudiante en Dartmouth College. Su interpretación, prodigiosa, fue alabada expresamente por actores como Cary Grant.
Independientemente de esa variación, y de alguna otra, como que el protagonista no es bígamo ni muere al final. 'Nadie puede vencerme' es una excelente obra que Wise consideraba su obra más lograda entre las nueve que dirigió para RKO (esta fue la última) y una de sus preferidas entre las que realizó. El montaje, obra de Roland Gross vibra con la misma cualidad febril que el que realizó para la magistral 'La casa en la sombra', de Nicholas Ray, otro modelo de obra breve con un proverbial sentido de la síntesis. La narración se delinea a través de los gestos y las miradas, en una orquestación de planos que conectan las emociones con el entorno, las sensación de desasosiego con la sordidez ambiental. La extraordinaria fotografía de Milton Krasner amplifica esa fisicidad con sombras que parecen enmarañarse con el sudor y el humo, como si fuera segregado por ese entorno de rostros que con voracidad ansían la violencia de los cuerpos agredidos sobre el cuadrilátero. Unas sombras que parece que pesan como las que se debaten en la mirada de Ryan. Martin Scorsese quedó tan impresionado por el montaje del largo combate de boxeo (cuatro asaltos) que evitó copiar, en 'Toro salvaje' (1980), cualquier de las elecciones expresivas de Wise.
El título original poco tiene que ver con el título en español. The set-up, alude al arreglo o montaje que urde un gangster, Little boy (Alan Baxter) con la connivencia del entrenador de Tiger Nelson y Tiny (George Tobias), el entrenador de Stoker Thompson (Robert Ryan), ya que piensa que con 35 años sólo le queda un futuro de derrotas. Lo mismo piensa la esposa de Stoker, Julie (Audrey Totter), que quiere que deje el boxeo, porque está harta de sufrir con sus combates, con su desesperación por ganar para no asumir su edad, sus días contados como boxeador. Nadie quiere que gane, nadie cree que pueda ganar, ni su esposa ni su entrenador. Su esposa, incluso, no quiere siquiera verle combatir. Literalmente, está sólo en el cuadrilátero. Además, sin saberlo, se ve enredado en un combate amañado no sólo sin su consentimiento sino sin su conocimiento. Con lo que el combate se convierte también una trampa. No será hasta el cuarto asalto cuando, al temer el entrenador que sí pueda ganar, le indiquen que está amañada su derrota. Pero Stoker no está dispuesto a subordinar su integridad a la necesidad económica, aunque suponga, incluso, poner en riesgo su propia vida. No cuando siente que sí puede ganar ese combate, aunque sea lo último que haga.
Robert Wise teje un convulsa y crispada narración. Por un lado, el trance anímico del protagonista, del que ese excepcional actor que fue Robert Ryan, en una de sus más memorables interpretaciones (y fueron muchas) hace desgarrado cuerpo y rostro de ese conflicto que pugna en su interior (el insurgente mordisco a una vida y un entorno que quiere que ceda y se postre); y en contraste y paralelo, el de la desesperada deriva de su esposa por las calles, entre barracas y puentes bajo los que transitan tranvías, esa ilusión de movimiento que ya no siente en su vida, atascada en lo que cree una estéril obcecación de su marido por una victoria que únicamente alargará una derrota anunciada, por lo que rasgará la entrada para lanzarla al vacío, como una negación de la vida que quiere dejar de habitar. Por otro, el áspero retrato de un entorno, la corrupción inclemente de aquellos que pautan el escenario y la ávida voracidad de un público embrutecido ante un espectáculo que supone una catarsis a través de la violencia, sin importar lo que sufran los contendientes (demoledoras, quizás como en ninguna otra película relacionada con el boxeo, las secuencias del combate, intercalando planos del rostro golpeado de Ryan con los del vociferante público). La sórdida grisura de un escenario vaciado se engarza con la turbia oscuridad de un callejón en el que será apaleado aquel que logró mantener en pie su integridad en un cuadrilátero, aunque nada importe a los que vociferaban y menos a los que traman la narrativa de las victorias y las derrotas, por lo que romperán una de sus manos para que no trastorne el relato que pretenden imponer. Una derrota que para su esposa será victoria, doble, no sólo para ella, porque no quiere ser ya testigo de esa vida de sufrimientos y cicatrices sino también para él, atrapado como tantos otros en un cuadrilátero que asemeja a una condena.
La película, y ese cuadrilátero, no dejaba de ser un reflejo de las agitaciones que se debatían en un país preso de conflictos encontrados en los años de la posguerra, y cuyos duelos internos entre corrientes progresistas o críticas y las más conservadores culminaron en la desgraciada Caza de brujas que excusándose en la persecución de comunistas buscaba anular y eliminar toda conciencia crítica al sistema ( como si, igual que los voraces espectadores, primara la necesidad de un enemigo y de un escenario de contienda, como reflejará Wise en la posterior 'Ultimatum a la tierra, 1951). Esta obra, como la excelente 'Cuerpo y alma' (1947), de Robert Rossen, la notable 'Right cross' (1950), de John Sturges o la interesante 'El ídolo de barro' (1949), de Mark Robson, se apoyaron en el espacio metafórico del mundo del boxeo para plantear un afilado retrato crítico de un país en el que la codicia y la búsqueda del éxito, sin escrúpulo alguno en los medios utilizados, eran los que regían- Una manera aviesa, por otro lado, de uniformizar una sociedad en la que el diferente era purgado o mutado en otro canibal competidor para alcanzar las cimas de la detentación de los privilegios del Sistema. Y, desde luego, ahí la integridad escaso lugar tenía.

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