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sábado, 31 de marzo de 2018

El justiciero

Deseo de muerte. En las traducciones al español de las adaptaciones de Death wish, la novela de Brian Garfield, se remarca la noción de justicia, sea en El justiciero de la ciudad (1974), de Michael Winner o ahora, en el El justiciero (2018) de Eli Roth, e incluso en tres de las cuatro secuelas de la primera, 'Yo soy la justicia (por partida doble) y El justiciero de la noche. Sólo en la última se daba relevancia en el título español a otra noción fundamental en la ecuación, la venganza: Venganza personal (1994). Pero en todas se deja de lado ese deseo de muerte, que alude tanto a un comportamiento suicida, a la conducta temeraria de quien le importa nada su propia vida por enajenamiento y obcecación, y al simple deseo voraz de ser el ejecutor de la muerte, una manera de canalizar la rabia de la impotencia conjugada con la desolación por la pérdida de la persona amada. Un deseo de muerte que se puede justificar por esa pesadumbre o por la condición reprobable de aquellos a los que se decide matar, ya más allá de la venganza personal, cuando se arroga el papel de juez, jurado y verdugo de quienes considera amenaza para la sociedad, seres abyectos y dañinos que merecen ser extirpados sin contemplaciones como un tumor o virus. No es que, en concreto, El justiciero, se esfuerce en reflexionar sobre estas cuestiones, pero deja diseminadas, esbozadas, esas cuestiones. De entrada, por el uso de los medios de comunicación y las redes virtuales como espacio de debate sobre si esa función de justiciero se puede equiparar con la del héroe, o más bien supondría banalizar la violencia que despliega, por justificarla en la calaña de aquellos que elimina, seres violentos, delincuentes, que ejercen el abuso o la rapiña. ¿O es que meramente encuentra una excusa para desplegar su deseo de muerte?
Como en la obra de Michael Winner, se nos presenta de entrada a un hombre, Kersey, que más bien tiende a un comportamiento razonable y pacífico. En aquel caso, encarnado por Charles Bronson, era un arquitecto, en este, por Bruce Willis, un cirujano. Uno se dedicaba a construir, y el otro se dedica a intentar salvar vidas. Uno y otro, por una desgracia en su vida, el asesinato de su esposa y la agresión a su hija adolescente (en la primera, también violada), modificarán radicalmente su conducta y actitud, inclinándose por la destrucción y por extraer la vida. Aquí Kersey, en la secuencia introductoria, es alguien que es capaz de atender en la mesa operatoria tanto a un policía malherido como a su agresor, aunque no haya podido salvar la vida del primero. No discrimina, salva vidas, sea la que sea. En un evento deportivo, en el que participa su hija, no entra a saco en la provocación agresiva de otro padre. No despliega plumaje ni espolones de macho, y opta, sin vergüenza, por la retirada para no actuar como ese desquiciado necio (como bien se sabe un evento deportivo parece un escenario ideal para proyectar esa agresividad larvada en las amarguras y frustraciones cotidianas, sea para agredir a un hincha o jugador de un equipo rival, al arbitro o un jugador del propio equipo). A un indigente que una vez le molesta limpiándole el parabrisas aunque le pida que no le haga, es capaz, en la siguiente ocasión, de permitírselo e incluso de darle dinero, en vez de, como le dice con ironía el detective Raines (Dean Norris), el policía a cargo de la investigación del asesinato de su esposa, atropellarle porque no se consideraría delito. Parece en todo momento todo un modelo de actitud ecuánime y templada. Pero su actitud sufrirá un cambio drástico, y en la escasa pericia para precisar esa evolución es donde la película se encasquilla, y pierde cualquier atisbo de enriquecedora ambivalencia.
El encuentro fortuito de una pistola, que se le cae a un paciente que opera en Urgencias, y la paliza que sufre en la calle por intentar evitar que dos dejen de humillar a otro chico, parecen pulsar la tecla que se disparará, nunca mejor dicho, cuando decida errar por la noche, cual espectro, con la capucha ocultando su rostro, y se enfrente a tiro limpio con dos delincuentes que roban un vehículo tras agredir a sus dueños. Un enfrentamiento que adquiere condición de ajusticiamiento cuando a uno de ellos, malherido en el suelo, lo remata sin pestañear. Entran en juego las redes sociales, cuando se hacen virales las imágenes que ha grabado con su móvil una vecina, y ya se hace pública su figura, primero calificada como ángel guardián por una testigo, y ya en los medios como Ángel exterminado'. A partir de aquí la narración no opta precisamente por la dirección de las sutilezas o la ambigüedad. No indaga en su enajenación, en esa avidez, que esboza una sonrisa complacida en su rostro, de seguir actuando como ha sido aplaudido por la gente común a través de los medios y la red. En las secuencias finales se aludirá, fugazmente, a esa escisión, a ese otro en el que se convierte, o enajena, como él compartirá la impotencia y desesperación que le ha superado, la frustración de quien ha sido durante toda su vida un hombre de orden, aplicado, respetuoso con las normas y la ley, y que ha cumplido de modo correcto su papel en la sociedad, pero se ha sentido desatendido y desamparado cuando la ley no lograba encontrar a los responsables de su dolor, de la mutilación emocional que había sufrido en su vida. Unas meras lágrimas, que comparte con su hermano no logran ni de lejos expresar ese maridaje de emociones en conflicto que determinaron una acción terminal, ese deseo de muerte que le había enajenado, como quien se convierte en una máscara, una capucha, una ausencia de rostro que busca contrarrestar, con la muerte que despliega, la desolación y la impotencia.
Desafortunadamente, Roth, como Quentin Tarantino en la película en la que participó Roth como actor, Gloriosos bastardos (2009), opta por una representación de la violencia que colinda con la ocurrencia humorística. Sus ejecuciones parecen más bien aspirar a convertirse en gags. Con lo cual quizá el enfoque adecuado sea contemplarla como una comedia bufa. Si en el último cine de Tarantino, el de este siglo XXI (no el de sus más sugerentes obras, Reservoir dogs o Jackie Brown), cualquier acción violenta, efectuada por sus protagonistas, se justifica por la condición pérfida o miserable de los que se matan (violadores, nazis, esclavistas), lo que valida por tanto la venganza o retribución, vía ejecución o paliza, Roth incurre en lo mismo. Pero más allá de la opción moral, o posicionamiento, por el que se incline, su estilo resulta tan aplicado como aséptico. No se transmite ni dolor ni turbiedad, ni desasosiego ni sordidez, ni crudeza ni desolación. Parece empacada como una prótesis de estilo tan desinflado como su incapacidad (¿o falta de interés?) por suscitar una sustanciosa dialéctica.

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