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jueves, 26 de septiembre de 2013
El último mohicano
El último mohícano (The last of the mohicans, 1992), de Michael Mann, sorprende por cómo se desmarca de cierta convención dramática, lo que dota de singularidad a su trayecto dramático. Habitualmente, suele ser el héroe o protagonista del relato, aquel con el que se identifica o con el que empatiza el espectador, quien actúa movido por un afán de venganza, de retribución, por el dolor sufrido por la muerte de unos seres queridos (de modo individual, pero también sobre un colectivo). Los relatos, o trayectos simbólicos, pueden convertirse en apologías de ese cumplimiento, como realización en un sentido amplio, como acto que clausura un proceso pendiente, sin dejar mácula ya que libera, la violencia llena un vacío, regenera; o puede reflejar, y poner en cuestión, sus sombras, quizá para concluir que materializar ese acto te equipara con quien realizó, de modo directo o sobre seres queridos o cercanos, aquel acto violento (puede que por mero ejercicio de brutalidad y crueldad). Hay cineastas, como Tarantino, en sus tres últimas obras, que alientan ese sentimiento de retribución, y además aplicado con saña (transciende la catarsis para transformarse en regusto), justificándola en la mezquina condición de los 'castigados' (no hay posible equiparación con el nosotros, son otros que son además opuestos; no hay por tanto posibilidad de verse reflejados, como de humanizar a ese otro, que es monstruo). Como en cierto cine de los 70, propulsado con películas como El justiciero de la noche (1974), de Michael Winner, cuando se puso de moda la apología del justiciero o vigilante, del ojo por ojo. Hay quienes, en cambio, como Anthony Mann, incidían en las sombras. Y aún más allá, Sam Peckinpah remarcaba cómo responder con violencia a un abuso de poder, una actitud cruel, conducía a la propia autoaniquilación. En el acto te equiparas, te pierdes en su abismo.
En El último mohícano no es sino el antagonista, aquel que podía ser calificado como el villano (es decir aquel que ejerce la amenaza sobre los protagonistas, en especial cuando aún no se sabe la motivación de los actos), el indio de la tribu hurón Magua (Wes Studi), quien revela que su odio hacia el coronel Munro (Maurice Roeves), y su ansia de matarle a él y a sus dos hijas, Cora (Madeleine Stowe) y Alice (Johdi May), se debe al ansia de retribución por la muerte de sus hijos, y a que también perdiera a su esposa. Magua es alguien que se ha retorcido, a causa de la acción retorcida que ha sufrido, y quiere cauterizar su dolor ejerciendo el daño sobre quien infligió, con su orden, el daño en su vida. El hecho, además, de que esta revelación se produzca a mitad de la narración transfigura el desarrollo del mismo. Se produce posteriormente a la resolución de una batalla, otro episodio de un conflicto bélico entre ingleses y franceses (a los que apoyan los hurones), quienes luchan para apropiarse de un territorio que antes eran de unos nativos ahora convertidos en fuerzas de apoyo, complementos, porque ya no son los que dominan el escenario. Magua les apoya pero porque le conviene para realizar su propósito, su particular guerra, su particular escenario dramático.
Por otro lado, Magua (el personaje más sugerente de la obra; motivo por el que fue adquiriendo más presencia y relevancia en el desarrollo del guión), se puede ver como la sombra o reflejo turbio de Ojo de halcón (Daniel Day Lewis), un hombre blanco que ha crecido, y ha sido educado, entre indios, en concreto en la tribu de los Mohicanos. Para él su padre es Chingachhook (Russell Means) y su hermano Uncas (Eric Schweig). Ojo de Halcón no tiene ningún sentido gregario con el que se supone su grupo ( por raza), mostrándose remiso a apoyarles por que sí, porque sea su deber. Es un hombre entre, e incluso alguien que se considera ya otro. Por eso no duda en enfrentarse a los que detentan la autoridad, los ingleses, cuando el coronel Munro muestra desprecio o indiferencia por la suerte de las familias de los colones que les apoyan en su combate contra los franceses, negándoles permiso para ir a defender sus hogares y sus seres queridos. Lo que hace con los colonos representa lo mismo que hizo con Magua. Por eso la sobrecogedora intensidad del momento en que Magua mata al coronel Munro y alza victorioso el corazón arrancado.
Ese enturbiamiento de la narración se multiplica en varios frentes, conflictos o escenarios dramáticos (colectivos, individuales), caso de la relación amorosa que supera diques de raza o clase. Alice se enamora de Uncas, y Cora de Ojo de Halcón y rechaza al mayor Duncan (Steve Waddington), negando una inercia social, la del casamiento por conveniencia y la subordinación de la voluntad de la mujer a su condición de supletorio del hombre: Ambas hermanas eligen a dos hombres además que son figuras intermedias, errantes. Todo culmina en un prodigioso climax, en una de las secuencias más brillantes orquestadas por Michael Mann en su filmografía, la conclusión en el promontorio, el último enfrentamiento, un exquisita orfebrería de montaje, de musicalización de montaje, seis minutos de coreografía de gestos, miradas, dilatación de planos, corporeizado a través del bellísimo tema compuesto por Trevor Jones y Randy Edelman.
Resulta significativa la variación con respecto a la novela de James Fenimore Cooper que se adapta (aunque también se inspire bastante, sobre todo en la relevancia de las relaciones sentimentales, en el guión de Philip Dunne para la versión de George B Seitz, de 1936 ): No es Ojo de halcón quien mata a Magua, sino Chingachhook. Otro reflejo: alguien que podría sentirse igual de agraviado, pero que no ha optado por la opción retorcida, por la retribución, por el ciego ojo que no sabe mirar desde la distancia, como un halcón, sino el ojo ofuscado que reclama la sangre de su presa, que fue antes su depredador. Chingachhook será el último de los mohícanos, porque una de las consecuencias de tantas rivalidades, de tantas luchas por conseguir un territorio o cualquier otra posesión, y tantos retorcimientos, determinan las desapariciones, los exterminios, que siempre haya un último de algo.
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