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lunes, 25 de marzo de 2013

La mano del extranjero

En ‘El tercer hombre’ (1949), de Carol Reed, con guión de Graham Greene, el policía militar Calloway (Trevor Howard) revela a Holly (Joseph Cotten) cuál es la real catadura de su amigo Lime (Orson Welles) mostrándole los efectos que causa en los niños (amputación de brazos e incluso muerte) el tráfico que realiza con penicilina adulterada. Tras la guerra, el decorado no ha variado demasiado, abundan las ruinas como recordatorio, una sensación de orfandad de la que parece difícil recuperarse, como si la inocencia hubiera quedado irremisiblemente dañada, mutilada. Esa sensación de orfandad, de extravío es la que alienta ‘La mano del extranjero’ (La mano dello straniero, 1954), de Mario Soldati, con argumento de Graham Greene (guionizado por Guy Elmes y Giorgio Bassani). La realidad está surcada por cimientos hundidos, el mundo parece destinado a quedar sepultado, como Venecia, la ciudad donde transcurre la acción, anegada por las aguas.
La narración está tramada por lo difuso, que acentúa esa sensación de desorientación, de intemperie. Hay una desaparición, un secuestro, pero no acaba de precisarse, de perfilarse las razones, las identidades, de qué conflicto es derivación, como si Europa estuviera cautiva en unas sombras que son tumor que se propaga en conflictos localizados a los que no es necesario dar nombre, contextualizar, porque más bien son secuelas de ese horror a gran escala que sangró a todo un continente, y que aún colea en espasmos y contracciones en diversos puntos de Europa como una herida no cicatrizada, y ante la que es difícil entrever una luz de esperanza.Roger (Richard O’Sullivan, décadas después protagonista de la serie ‘Un hombre en casa’) es un niño que ha viajado a Venecia para reencontrarse con su padre, Court (Trevor Howard), al que no ha visto en tres años. Su padre era ya antes una figura difusa, ‘desaparecida’. Difusa es la dedicación de su padre, del que se dice que es diplomático, pero del que se infiere dedicaciones más relacionadas con el espionaje de campo (su cojera corporeiza esa herida, la guerra, que aún no ha sido cerrada). Cuando Court llega a Venecia avista, en el vaporetto que le lleva al hotel donde va a reunirse con su hijo, a un antiguo amigo que está acompañado por varios hombres. Intrigado por su estado como ausente, como si estuviera narcotizado, decide seguirle. El hijo espera toda la noche, el padre no vuelve. El reencuentro se demora. No sabe que permanece retenido por esos otros hombres, cuyos nombres nos indican que son de algún país de los Balcanes.
Roger intenta convencer de su desaparición, pero se duda de que realmente su padre haya venido a Venecia. Quien le ayuda es una secretaria que trabaja en el hotel, Roberta (Alida Valli), una mujer que no puede tener hijos, secuelas de los experimentos nazis en la guerra. Joe (Richard Basehart), un norteamericano, que parece desajustado de la realidad (alguien que ha perdido ilusiones como siente que ya ha perdido la juventud) que en principio se muestra remiso a ayudar, porque ve al niño como interferencia para disfrutar de los pasajeros momentos de amor con Roberta, se decide a hacerlo porque ama a Roberta. Ayudar a Roberta es cimentar su amor, es apoyar, cicatrizar, la consecuencia de una herida aún abierta en Roberta (su imposibilidad de tener hijos); como si ayudaran al hijo que no pueden tener. Pero sin duda el personaje más fascinante es el doctor Vivaldi (formidable Eduardo Cianelli), colaborador de los secuestradores, alguien que es consciente de que su vida es un conglomerado de pequeños hábitos insignificantes, esos que nada tienen que ver con los cruentos conflictos y las turbias rivalidades políticas que sólo cosechan violencia y muerte; los pequeños placeres y rituales sencillos frente a los grandes escenarios dominados por los aspavientos grandilocuentes teñidos de sangre.
Es alguien cansado, que se siente en medio, ni en la tierra ni en agua, que no siente esperanza, que se asombra de que aún haya quienes la sientan, como Court o Joe, y se esfuercen por hacer algo (qué bello el momento en que musita que sabe que llega su momento cuando ve acercarse, al barco donde tienen secuestrado a Court, a Joe en un bote, cual Caronte. También se convierte en un singular reverso de la paternidad ausente de Court, ese rostro que ya es incapaz de reconocer su hijo, cuando lo ve narcotizado y desaliñado en una cama. En cierto momento, cuando Roger vaga por los laberintos de las calles buscando a su padre, el azar depara que coincida con Vivaldi (en un lugar coronado, significativamente, por una efigie de San Antonio con un niño Jesús descabezado). Vivaldi le muestra cómo dos personas para sellar su amistad se atan dos extremos de un cordel en un dedo de la mano. Cuando Roger esa noche llega a su habitación, se la quita, porque aún siente el desamparo, la cojera de la intemperie y la orfandad que tiene un rostro, ausente, el de su padre. En el último plano, la cámara encuadra la mano de Vivaldi, muerto. Aún mantiene en su dedo esa cuerda. La luz oscila sobre la mano de ese hombre fronterizo que, como el continente, se dejaba hundir porque ya no encontraba asideros en los que sostenerse, cordeles con los que crear un firme vínculo que desterrara el extravío de una orfandad.

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