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domingo, 24 de marzo de 2013
To the wonder
Hay cuerpos que interfieren, que estorban, cuerpos pesados, plomizos, presencias rígidas, envaradas, que lastran, que impiden que el asombro fluya. En ‘To the wonder’ (2012), de Terrence Malick, hay dos maneras de ‘conversar’ con el cuerpo de Ben Affleck. Una niega la conversación: su inoperancia expresiva, su rigidez, como si arrastrara su cuerpo, como un mazacote robótico. El cine de Robert Bresson era un cine de presencias, de cuerpos, que se desmarcaba de la ortodoxia interpretativa; prefería rostros desconocidos, de actores no profesionales, que fueran el personaje, una específica presencia, de ahí la predilección por unos modos interpretativos en suspensión. Affleck no es presencia, es una ‘masa orgánica’. Su aparición en plano desde los planos iniciales se convierte en un chirrido que es ancla de esa ingravidez narrativa que aspira a ascender, a fluir.
Hay otra forma de ‘enfocarle’, como contraste con los otros cuerpos. El opuesto expresivo del cuerpo de Neil (Affleck) es el de Marina (Olga Kurylenko), francesa. El cuerpo de Marina no deja de agitarse, de moverse, de bailar, estirarse, revolverse, convulsionarse. Si el cuerpo de Affleck pareciera un cuerpo anciano dominado por la artrosis, o quizá ya muerto, el de Marina es el de una niña, un cuerpo que arrolla con su ansía de vivir, de sentir. Es un cuerpo que no deja de desplazarse, como un bucle que es persistente búsqueda, con el que finaliza la película, porque es una película que no tiene fin aunque seamos espectadores de unos resplandores de efímera transcendencia que brotan y mueren. Marina prosigue, en un incesante movimiento que mira hacia el pasado, porque las luces ya residen en el pretérito, en aquella construcción de lo sagrado en un páramo de arena y agua, en Francia, como la fugaz y aislada aparición del sacro sentimiento del amor, en un territorio intermedio entre la tierra y el mar.
Marina, sangre, cuerpo, mirada, temblor, y vida de ‘To the wonder’ es una agitación, una convulsión que colisiona, una y otra vez, porque dos son los encuentros o cruces, aparición y reaparición, que vive, disfruta, padece, con Neil, con el cuerpo rígido que propicia el fracaso, la decepción, la roca de Sisifo, el rostro y cuerpo inexpresivo de Affleck, el plomo que impide el brote alquímico. La ingravidez de sus secuencias iniciales en Francia, de ese esplendor en la hierba, de radiante luminosidad, de ese amor en gestación de Neil y Marina, como niños que juegan, se van tiñendo progresivamente de una áspera tenebrosidad con la intermitente irrupción de la voz de Marina, evocación lirica de las llamas que la consumieron. La pasión, el esplendor, es conjugado en pasado, una luz desvanecida.
Entremedias, entre la primera separación, el primer fracaso, y la posterior reaparición, un intermedio sentimental en el que cobra presencia (domina el relato) el cuerpo de Jane (Rachel McAdams), otra niña, como Marina, en un cuerpo de mujer, otra luz que anhela realizarse en el asombro, hacerse presencia que asciende entre la tierra y el agua, entre el espíritu y el cuerpo. El de Jane es un cuerpo que asoma temeroso entre la maleza, como la criatura consciente de su vulnerabilidad, un cervatillo que sabe que cualquier depredador puede surgir en cualquier momento y herirla mortalmente. Jane ya lo ha sido, y su cuerpo, arrebujado, como el de un erizo, comienza a desplegarse, como la sonrisa comienza a iluminar su rostro confiado, cuando cree sentir que puede abrirse, dejar las espinas de lado, y ofrecer su carne vulnerable, pero será herida de nuevo, por la áspera roca, la rigidez que como un peso muerto se deja caer por la inercia en el pasado que reaparece, aunque la música se troque de nuevo chirrido, aguja que salta sobre el disco, y los abrazos se tornen discusiones, combates, desencuentros, ira y rostros que se cierran o se agostan en la pesadumbre, cuerpos errantes que ya no danzan sino que se arrastran.
Los poros de los conflictos no son diseccionados como en el cine de Bergman. Se hace sentir en los cuerpos, en su colisión, en su rechazo, en agitación, en su distanciamiento, en la aflicción de su aislamiento aunque estén juntos. Es una película de cuerpos, de luz y materia, de espacios que se transitan y son símbolo, espacios que se surcan, espacios que se intenta convertir en residencia, es una película de tiempo y sus quebrados y sus derivas, de tiempo que fluye y de tiempo que se escora. Es una película que se interroga por qué no alcanzamos el asombro. O porque es tan efímero su esplendor. Es una coreografía de entrañas que intentan habitar el tiempo, la ilusión, hacerse cuerpo, ilusión que se realiza, que dura. Interiorizaciones, preguntas, desorientación, decepción, fracaso.
En ‘To the wonder’ concurren muchas lenguas (inglés, castellano, francés, ruso, italiano), como una Babel de incomunicación, de falta de sintonía, de emociones que no calan, que no arraigan, cuerpos y emociones que se desplazan entre prados, entre caballos y bisontes, entre edificaciones áridas erigidas en un terreno contaminado, cuerpos y emociones que desean danzar como los planos son como estrofas de un poema que danzan con su lumbre de epifanías de momentos, celuloide que se desplaza, que busca, capta, materializa, el asombro.El cuadrilátero de este paseo por la decepción y el asombro herido lo completa el cuerpo vacilante, indeciso, torpe, del padre Quintana (Javier Bardem). Se desplaza entre aquellos hogares de los suburbios que exudan y supuran tristeza, abandono, amargura, carencias, como si fuera un sonámbulo que hubiera perdido la dirección, y la rectificara en cada paso porque ya le domina el extravío, como sus mismas interrogantes parecen extraviarse en un vacío en el que ya no hay respuestas. La transcendencia es un eco que devuelve una voz afilada, la del vacío.
El padre Quintana sólo ve fracaso. Se siente impotente. Neil también es un cuerpo que vaga impotente entre escenarios corruptos. El padre Quintana no sabe cómo resolver los conflictos de sus feligreses. Neil tampoco sabe cómo resolver los de los habitantes de una zona contaminada, enfrentados a las consecuencias fatales de los desmanes de la construcción indiscriminada que se despreocupa del medio ambiente, de la naturaleza. Neil erra entre el barro, entre colinas de rocas, de minerales, zonas contaminadas, como lo están los sentimientos, las emociones, o como esa América profunda, en Texas, donde la vida parece ausente, vida desertizada, en espacios que no parecen habitados, como grita la amiga italiana de Marina, Anna (Romina Mondello), como una performer que quebrara un escenario de figuras envaradas, mudas, con su comportamiento fuera de tono, ese que no sabe de vergüenzas ni de pudor, intentando despertar a Marina de su narcotizada vida replegada en un lugar que es cautiverio, ahogo, vacío, desierto.
Es el páramo que rodea la iglesia, lo sagrado que tanto anhela edificar en su vida Marina, pero no hay mar, no hay agua, no hay emoción, sólo aridez, la erosión, la contaminación que mina esa ilusión, ese anhelo de ascender, de danzar. Queda ya sólo queda la agitación, la convulsión, la contorsión, un impulso de desplazamiento que no cesa, que mira atrás, a la luz de lo sagrado que resplandeció durante unos breves instantes, al asombro que por un instante fue fulgor, pero no se hizo residencia.
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Es mala película, cursi y algo vomitiva.
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