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miércoles, 7 de noviembre de 2012

Home of the brave

Photobucket Home of the brave’ (1949), de Mark Robson pone en evidencia, como quien hurga inclemente en una herida, que en una guerra también se revelan otras guerras interinas, las raciales, un conflicto que arrastra un país en cuyo himno nacional una estrofa lo califica de ‘land of free and home of the brave’ (Tierra de libres y hogar de valientes). Pero quien es negro, como Moss (James Edwards) sigue sufriendo desprecios y discriminaciones sea donde sea, aunque porte el uniforme que representa a su país en una isla del pacífico; sigue habiendo categorías. ‘Home of the brave’ fue la primera película en la que se permitió el término ‘nigger’, que había estado censurado desde 1934. En la obra teatral de Arthur Laurent, que adapta Carl Foreman, no era negro el personaje sino judío. En ‘Encrucijada de odios’ (1947),de Edward Dmytryk se sustituyó al personaje que en la novela de Richard Brooks era homosexual por un judío; aunque el propósito era denunciar la xenofobia virulenta que palpitaba en el país, hubiera sido aún más difícil de encajar esa discriminación, y por tanto más sangrante la polémica (lo homosexual era aún menos ‘decible’ o ‘visible’, en términos foucaltianos, para los ‘carceleros del pensamiento’). En ‘Home of the brave’ la razón del cambio fue que ya se había tratado en varias obras la xenofobia hacia los judíos, caso de la citada o ‘La barrera invisible’ (1947), de Elia Kazan, pero no se había tratado la que sufrían los negros. Ese mismo año, la esplendida ‘Han matado a un hombre blanco’ (1949), de Clarence Brown, ‘Lost boundaries’ (1949), de Alfred L Werker o ‘Pinky’ (1949), de Elia Kazan, también metían el dedo en la llaga, como ‘The lawless’, de Joseph Losey hacia lo propio con la que sufrían los latinos, los mejicanos, y al año siguiente, ‘La puerta del diablo’ (1950), de Anthony Mann y ‘Flecha rota’ (1950), con los nativos norteamericanos. El primer título que se barajó fue ‘High noon’, que fue el título que tuvo finalmente la que aquí conocemos como ‘Solo ante el peligro’ (1951), de Fred Zinemman, cuyo guionista era también Foreman, y también producida por Stanley Kramer. Photobucket Uno de los riesgos que pendían sobre ‘Hombre of the brave’ es que es una película de ‘tema’, como bastantes obras posteriores que dirigió el propio Kramer, condición que amenaza con estrangular la potencia dramática, y subordinar el ingenio o rigor expresivo, al priorizar el subrayado, o incurrir en la grandilocuencia. Sobre ese delicado equilibrio se sostendrían, en particular por el poderío de sus intérpretes, ‘La herencia del viento’ (1960) o ‘Vencedores o vencidos’ 1961). Robson estuvo aún menos inspirado en su carrera a partir de mediados de los 50. Desde ‘El puento de Toko Ri’ (1954) o ‘Atraco en las nubes’ (1955) hasta ‘Terremoto’ (1973), su narrativa es tan anodina como desangelada, aunque realizara alguna película apreciable como ‘Más dura será la caída’ (1957). ‘Home of the brave’, afortunadamente está más cercana en logros a sus sugerentes cuatro primeras obras, producidas por Val Lewton, ‘El barco fantasma’ (1943), ‘La séptima víctima’ (1943), ‘Isle of dead’ (1945) y ‘Bedlam’ (1946). Photobucket Otro riesgo que tenía que sortear esta producción es la rémora de la teatralidad: La acción está constreñida a pocos decorados, dos dependencias de la base militar (de la que no se ven sus exteriores) y la selva, la zona en la que tienen que esperar tras finalizar su misión antes de volver a la base. El único exterior es la zona de la playa, cuya acción es rodada en un sombrío amanecer con escasa luz. Aire aporta el breve flashback que relata la amistad que establecieron en la universidad Moss y Finch (Lloyd Bridges), del que el primero se distanció entonces no por falta de aprecio sino porque sentía que la diferencia de razas implicaba una barrera o zanja imposible de superar (son parte del equipo de baloncesto; son amigos, pero eso es una rareza en una sociedad que no permite que socialmente sean del mismo ‘equipo’).Esta concentración espacial lo que propicia es una gradual atmósfera opresiva, de emponzoñada asfixia que se encarna en esa selva cerrada en la que los cinco soldados parecen estar en cautividad, sin cielo ni horizonte. Moss sigue sufriendo las invectivas racistas de TJ (Steve Brodie), y la silenciosa y ‘cortés distancia’ del mayor (Douglas Dick), quien al ver que era negro había llamado a su superior para informarle de tal circunstancia inusitada (no fue hasta 1948 cuando el presidente Truman estableció la ejecución de una ley, 9981,que abolía la discriminación y segregación racial en el ejercito); es un racismo menos virulento y directo pero igual de opresor: le dice a Mingo (Frank Lovejoy) que no puede evitar seguir viéndole como un negro; Mingo, mordaz responde que a él no le ha costado olvidar que él es blanco. Es como si Moss se sintiera cada vez más ‘sitiado’. Se entiende por qué, para sorpresa de todos, se había ofrecido voluntario para la misión, una combinación de liberación pero también de pulsión autodestrucitva (otro apunte corrosivo: cómo los tres compañeros están tentados de negarse a aceptar la peligrosa misión, pero lo hacen porque no quedarían como ‘valientes’/Brave, y más aún cuando quien ha aceptado es un ‘nigger’). Photobucket Esa tensión acumulada estalla en una secuencia extraordinaria, dolorosa, aquella en la que Moss se agita entre contorsiones porque no soporta los gritos de Finch mientras es torturado por los japoneses; lo compañeros tienen que contenerle, agarrarle, para que no salga en su ayuda. Son los mejores momentos de la narración, de una febrilidad al borde del desquiciamiento (no exentos de áspero lirismo: la secuencia en la que Mingo comparte con el mayor cómo se deterioró la relación con la mujer que amaba, reflejada esa evolución en la primera carta que le escribió y la última), porque, por añadidura, Moss se tortura con un hecho que le lleva a la parálisis en la que está sumido al inicio (la narración se relata en flashback; es un relato desde la ‘parálisis’): el hecho de que se alegra de que sea otro, su amigo, y no él, quien sufre, quien muere. Una deriva dramática que amplifica y complejiza el alcance del conflicto dramático en varios frentes. Edwards, por cierto, era uno de los protagonistas de una obra mucho más considerada, ‘Casco de acero’ (1951), de Samuel Fuller, la cual revisada hace poco me ha supuesto una decepción, la febrilidad alucinada que recordaba ahora la sentía impostada, agarrotada. Es más eficaz en la de Robson, o aún más en otra obra bélica en la que participó Edwards, en la magistral ‘La colina de los diablos de acero’ (1957), en la que protagonizaba aquella memorable secuencia en la que se detenía en la marcha para poner flores en su casco, y era degollado por unos soldados enemigos. En su momento, fue todo un revulsivo que al final un blanco y un negro decidieran ‘aliarse’ con un proyecto común. Quizá, en retrospectiva, sabiendo lo que se cocía (de hecho, menguaron las producciones combativas de modo directo y explicito, en unos tiempos en los que la ‘Caza de brujas’ purgaba a los progresistas, como al mismo guionista, Foreman, que tuvo que emigrar) puede verse como un final idealista pero no realista, como en la obra de Brown, pero se hace doblemente apreciable, por su valentía entonces, porque, de hecho, levantó muchas ampollas entre los segregacionistas. Esa es la real bravura, no la ‘uniformada’, esa que es también desgarrada en la película con esos versos, de la mujer de Mingo (realmente, de Eve Merriman), que sellan la alianza del negro y el blanco, ‘Divididos caeremos, unidos nos mantendremos. Y temerosos nos sentimos todos, pero alguien debe mantenerse firme. Cobarde, toma mi mano de cobarde’.

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