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viernes, 22 de diciembre de 2023

 

En La niebla (The mist, 2007), de Frank Darabont, adaptación de la obra de Stephen King, un grupo de personas queda atrapada en un supermercado, rodeados por una amenazante niebla que esconde horrores hasta ahora desconocidos. El grupo ahí recluido se convierte en un microcosmos de nuestra sociedad, y qué mejor espacio emblemático que un supermercado (el espejismo de la inagotable disponibilidad; el consumismo y el ansia de posesión). Las turbadoras apariciones de esas criaturas de raigambre lovecraftiana no ocultará la evidencia de quiénes son los más virulentos y terribles monstruos, los que están dentro, camuflados en la legitimada normalidad. Ese horror de la niebla, ese fuera de campo, no es sino consecuencia de una arrogancia (los experimentos de los militares que abrieron una ventana a otra dimensión; la acción imperialista y el inclemente afán de voraz depredación económica: no deja de ser la alegoría más corrosiva alrededor de los eventos de las guerras de Irak y Afganistán y de la caída de las torre gemelas), así como la proyección de unos miedos y la constatación de una ceguera que genera monstruos. Darabont hunde su escalpelo en varias actitudes que la ejemplifican: la negación de realidad (la no asunción de lo que consideran inconcebible) y el fanatismo, el victimismo apocalíptico, que transfiere al horror al afuera para, a través de la sugestión, cimentar el nosotros, que necesita del chivo expiatorio y que instituye bandos opuestos (y estigmatizados, sacrificables, en el propio tejido social).

Resulta significativo que aquella que, al principio, se enfrenta a su miedo y se atreve a salir a la niebla (porque su hijo de ocho años está solo en casa), a riesgo de su vida, cuando aún no se ha visibilizado la amenaza (sin que nadie se decida a acompañarla pese a que solicite apoyo), se salvará, y no aquellos presos de su miedo, como refrenda ese antológico final, sin duda uno de los más demoledores que ha dado el cine. Puede rastrearse en esta alegoria una llamada de atención a la coyuntura vivida en Estados unidos en los primeros años del siglo, a esa creación del monstruo en el otro para justificarse en sus propios desmanes, y encubrir su propia inconsistencia hecha de desequilibrios y violencia latente: la relación con el otro, contemplado como una amenaza, como ya se refleja desde las primeras secuencias en las relaciones entre vecinos; hay larvadas tensiones, en forma de resentimientos y susceptibilidades, entre sonrisas de cortesía como quedarán evidenciadas durante las primeras tensiones dentro del supermercado: Grondin (William Sadler), mecánico, reprochará a Drayton (Thomas Jane), pintor artístico, que se sienta superior; Norton (Andre Braugher), fiscal, piensa que el relato del primer ataque, en el almacén, es más bien una broma que quieren gastarle, por la forma que siente que le han tratado hasta entonces por no ser natural de ese pueblo. Su negación le llevará a la muerte cuando decida abandonar el supermercado con un pequeño grupo.


La obra alcanza una vibrante, y desazonadora, condición universal como alegoría. Las criaturas monstruosas, trasposición orgánica de la interioridad de unas mentes desquiciadas, son la imagen distorsionada en el espejo de los monstruos que hay en nosotros, en las conductas insolidarias que facilmente pueden trocarse en fanáticas (el subyacente primitivismo camuflado en el aparente progreso de la presunta civilización), y que hacen del otro (desde el mismo vecino) una amenaza al espacio propio (o la propia seguridad); quien no es uno del grupo es sacrificable. El supermercado es el emblema de la prisión de nuestra sociedad, y la niebla sus barrotes (la barbarie camuflada). El uso parabólico de la noción de prisión es un recurso que Darabont utilizó de modo más explicito en Cadena perpetua (1995) o La milla verde (1999), pero también, de modo figurado, en la claustrofóbica Enterrado vivo (1990) y en The majestic (2001) (la prisión mental de la caza de brujas). Pero esto se quedaría en sugestivas intenciones si Darabont no tensara, y crispara, modélicamente la narración, conjugando una doble amenaza, la que proviene del exterior, de las monstruosas criaturas, y la que se va gestando en el interior, aún más aterradora, o de violencia más turbia y envenenada, en la agresividad cada vez más manifiesta que se adueña de las relaciones de los cercados, en particular porque cada vez serán más numerosos los que apoyen a la desquiciada fanática religiosa Mrs Carmody (Marcia Gay Harden).

Esa progresión irá en paralelo a la paulatina visibilización de las criaturas de la otra dimensión. En principio son unos enormes tentáculos, que surgen bajo la persiana metálica de la parte trasera de la tienda, tras un primer brote de tensión entre los cercados, cuando se evidencian reacciones susceptibles que encubren complejos: Grondin cuestiona a Drayton si se cree superior a él, su único argumento contra Drayton cuando éste intenta convencerles de que no abran la persiana, porque intuye que hay algo amenazador). Admirables son las posteriores secuencias del ataque de las criaturas voladoras (una de las víctimas será Sally, la cajera, precisamente tras que, por fin, después de años, se haya decidido a declararle su amor Jessup, el chico que le gustaba, ahora militar; las indecisiones también cargan veneno durante la vida) o la incursión en la farmacia, para conseguir medicamentos, donde son atacados por las criaturas arácnidas. En las secuencias finales, la imagen de la criatura gigante surgiendo en la niebla quedará como una de las más antológicas que ha dado el género, además de condensar cómo el miedo es un gigante al que es difícil superar.

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