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lunes, 4 de diciembre de 2023

Los temerarios del aire

 

En un recital de sus poemas, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, Luis Garcia Montero evocaba como allá en la década de los 70 si escribías un poema centrado en los sentimientos, en el amor, o en el arte mismo, se te consideraba (descalificaba) como pequeño burgués. En aquellos años lo que valoraba las insurgentes, y extremas, facciones intelectuales progresistas (que contaminaban también la crítica de cine) valoraba ante todo las Ideas, cuando más explicitas mejor ( nada de sutilidades ambiguas) en su Discurso, que cuestionaban el Sistema (aquello de cine con Mensaje, como si cualquier cine anterior no lo tuviera), lo que implicaba, por extensión, el cuestionamiento del imperialista cine norteamericano (esos que aplicaban el Modo de Representación Institucional). Traigo a colación este comentario porque una obra de sutilidad poética como Los temerarios del aire (The gipsy moths, 1969), de John Frankenheimer, con guion de William Hanley, que adapta la novela, de James Drought, o la siguiente que realizó Frankenheimer, la tan sombríamente lírica, y aún más devastadora, Yo vigilo el camino (1970), no fueron objeto de especial atención ( tampoco rompían moldes narrativos). Curiosamente, ambas fueron dos notables fracasos comerciales en su país, lo que no es de extrañar dada la crudeza de su planteamiento existencial. Sí , he dicho existencial; ambas son mucho más contundentes, por ejemplo, que la adaptación que Visconti realizara en 1967 de El extranjero de Albert Camus, o cualquiera de las obras conformistas o tangueras de Bertolucci, que carecían de lo que estas obras rebosan, una intensa poética de emoción exiliada, perfilada en gestos, silencios y miradas. Y, además, con una rigurosa puesta en escena. Es una de las grandes obras maestras de John Frankenheimer, un prodigio de sutilidad y contenido lirismo en su desgarrador retrato de unas vidas erráticas, sean en movimiento o en su inmovilidad, confrontando dos modos de vida, aparentemente opuestos que convergen en su semejante condición de vidas en fuga (en el riesgo o en la rutina), y haciendo cuerpo de uno de los más intensamente cruciales dilemas del ser humano, cómo ser coherente con lo que se desea y anhela, y dar el salto, en vez de dejarse dominar por los miedos y las inseguridades.

Frankenheimer por ejemplo, cultiva la senda de Anthony Mann creando tensión dentro del encuadre, jugando con las figuras en distintos términos del encuadre, en una sutil interacción o dialéctica dramática interior, en ocasiones también para transmitir cierta opresión anímica, comprimiendo las figuras en el encuadre, o jugando con las líneas en fuga del horizonte ( en un uso de la profundidad de campo más potente que los, en ocasiones, más llamativos pero más artificiosos o retóricos de Orson Welles). Un primer ejemplo se puede apreciar en la primera secuencia tras los títulos de crédito, en la que el trío de saltadores en paracaídas, que llevan su espectáculo de pueblo en pueblo (the gipsy moths, el más poético título original, las falenas errantes), llegan al puesto de bebida en el campo donde realizarán sus números. Mientras Joe (Gene Hackman) habla de negocios con el dueño del puesto (y los terrenos), en primer termino, con gafas oscuras, Mike (Burt Lancaster) mira más allá del encuadre, y al fondo del plano está Malcom (Scott Wilson). Es una sutil manera de definir (por lo que aparentan y son) y relacionar a los tres personajes. Joe se caracteriza por su actitud pragmática y extrovertida (todo más aparente de lo que parece); es quien tiene siempre más presente la prioridad el negocio. Malcom por su actitud sensata, la voz de la conciencia que se hace escuchar en segundo plano, y a la vez admirador y posible futuro (vuelve a sus raíces, al pueblo que dejó en su infancia) del enigmático Mike, alguien muy poco dado a la extroversión, reservado, y tendente a tomar demasiados riesgos en sus saltos (su semblante parece siempre grave, como si portara un peso que parece pesadumbre). Por eso sorprende que Mike se preste a acompañar a Elizabeth (Deborah Kerr), la tía de Malcolm, a dar una charla a unas mujeres del pueblo (algo que usualmente haría Joe). Sorprende que muestre interés por algo, o por alguien.


Son admirables las secuencias que comparten los tres hombres con Elizabeth y su marido, John (William Windom), en la casa de éstos, donde son acogidos hasta que acaben su espectáculo. Dos modos de vida que entran en colisión y contraste, pero sobre todo, y esa es su grandeza, a través de gestos, silencios, insinuaciones, miradas. Tras la cena los tres hombres van a distenderse a un local de striptease. Entremedias, Frankenheimer inserta un prodigioso plano de Eizabeth ante el espejo, con expresión entre ausente y apesadumbrada; a su espalda, reflejado en el espejo, aparece su marido en el umbral, diciendo que había tal silencio que creía que no había nadie: No se puede ser más preciso, en su exquisita sutilidad, a la ahora de definir cómo siente Elizabeth que es su vida, y cómo es su relación con su marido. Cuando Mike y Malcolm salen del local el segundo le dice al primero que siempre ha pensado que nunca le ha gustado demasiado volver a tocar suelo tras sus saltos. Elipsis: La cámara encuadra a unas falenas revoloteando a la luz de un faro en la entrada de la casa de Elizabeth; la cámara realiza un movimiento de retroceso para encuadrar a Mike mirándolas. Sutilidad, exquisita sutilidad.

Esa misma noche tiene lugar el acercamiento, mientras el marido duerme, entre Mike y Elizabeth. Hablan junto a un columpio giratorio. Pasado y futuro, las dolientes huellas y lo posible, se conjugan en un presente clandestino que pone en movimiento lo detenido. Elizabeth comparte cómo ella realmente estuvo enamorada del padre de Malcolm, y que quisiera haberlo educado cuando el padre murió, a lo que se negó su marido. Mike revela, escueto, que se separó hace ya un tiempo. Ambos transmiten que su presente, desde hace bastante tiempo, es accesorio, como una sobra, como un mecanismo que sigue en funcionamiento por inercia. La diferencia es que uno salta al vacío de modo literal como si jugara con la posibilidad del fin que suspendiera esa inercia. El columpio es, además, rojo, como el color del mono de paracaídas con el que hemos visto saltar en la secuencia introductoria, en la que toma excesivos riesgos. Su atracción, para ambos, encarna la posibilidad de un salto que les eleve de su inercia de vida en la que parecen dejarse llevar, en la confortable rutina, como Elizabeth, o sentir, como Mike, la atracción del abismo. Tras hacer el amor, hay un prodigioso plano, que se relaciona con el citado anteriormente de Elizabeth ante el espejo. Ella yace en el sofá, desnuda y dormida, y él está sentado en el suelo mirando más allá (relaciónese con el de la secuencia tras los títulos de crédito); ahora no lleva gafas oscuras, sino que su mirada, por primera vez, no parece contenida, en reserva, sino vulnerable, en la intemperie de su desnudez interior (añádase que se realiza un travelling hacia él; su interior se ha puesto en movimiento). No sólo es uno de los más bellos planos rodados por Frankenheimer, sino, particularmente uno de los más bellos, y desnudamente conmovedores que ha dado el cine (también para ello es necesario contar con dos actores inmensos como Lancaster y Kerr). Lo que está en juego, al fin y al cabo, es la capacidad de dar ese salto vital, superando y enfrentándose al miedo, ese que atenaza a Elizabeth. Sino tomas esa decisión, queda permanecer inmóvil o lanzarte al abismo. Y todo esto narrado con una lacerante exquisita sutilidad.

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