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viernes, 1 de diciembre de 2023

Bajo la arena

 

Bajo la arena (Sous le sable, 2000), de Francois Ozon, es un relato de fantasmas. Es la historia de una desaparición. Es la historia de un hombre, Jean (Bruno Cremer) que desaparece sin dejar rastro tras decir a su esposa, Marie (Charlotte Rampling), que se va a dar un baño en el mar. Ella se queda tumbada sobre la arena, y espera. Y no dejará de esperar. Sin lograr saber qué hay bajo la arena, esto es, qué puede revelar esa desaparición sobre su matrimonio, o sobre lo que creía que era, lo que implica, cómo creía que era o vivía la relación su marido. O quizás la cuestión sea que no desea saber. Jean quizá se ahogó, quizá se suicidó, quizá aprovechó para romper con su vida y desvanecerse en otra. Jean era un hombre que ya había empezado a desaparecer, como se aprecia, en las primeras secuencias, por su forma de acariciar el tronco de un árbol, o descubrir, tras levantar el de un árbol caído, un hormiguero, la vida en ebullición. Pareciera que invocara la vida, sentirse presente; algo de ello, como un fuera de campo que quiere dotarse de encuadre, se refleja en su mirada durante la cena la noche anterior, o antes de dirigirse hacia el mar. No vemos siquiera cómo se interna en el agua. Porque el fuera de campo ya está en su mirada. Es su expresión la que queda resonando como una incógnita que su mujer, Marie, no parece querer confrontar.

Marie prefiere vivir con su fantasma, como si fuera una presencia que no la ha abandonado sino que, en cambio, la espera al llegar a casa, con el que repite acciones, como las de la última noche que estuvo con ella, en la cama, leyendo un libro, dejando las gafas sobre la mesilla, o recibiéndola para escuchar sus impresiones sobre una cena a la que ha asistido. A veces, evoca sus manos, y otras manos, que surgen del fuera de campo, la acarician, cuando el deseo bulle en ella, tras haber conocido a otro hombre, Vincent (Jacques Nolot), un cuerpo que no podrá ocupar la ausencia de quien aún prefiere como fantasma, una huella, la de un cuerpo que aún siente sobre el suyo, más cuando la constitución delgada de Vincent es la opuesta de la corpulenta de Jean. Marie prefiere vivir en la negación, como si él no hubiera muerto. Prefiere hablar a los demás de él en presente de indicativo, no como pasado. Queda dividida, entre lo que quisiera que aún fuera y lo que es, como reflejan esos planos de ella en la cama sentada, y en la pared las piernas en una pintura, o contemplándose en un espejo.


Como el personaje que Charlotte Rampling interpretará en Swimming pool (2003), no se sabe muy bien hacia donde mira, si discierne lo que es real de lo que no es sino su imaginación que niega, que se agarra como un ancla a lo que ya no es, a lo que quisiera que aún fuera. Es un cuerpo que prefiere vivir como un fantasma, un fantasma que anhela poder sentirse cuerpo. En Swimming pool convive con un cuerpo imaginario, creado por su mente de escritora, como si fuera real. En Bajo la arena convive con un fantasma como si aún fuera real. No es de extrañar que Bajo la arena fuera una obra que Ingmar Bergman admirara especialmente, y que reconociera haber revisado repetidas veces. En el cine de Bergman también abundaban los fantasmas, la relación fantasmal con la vida. La esquinada percepción de que quizá la vida haya sido un discurrir entre escenarios, un tránsito ingrávido, como si nunca posaras los pies sobre el suelo. Y un día incluso te das cuenta que eres un extraño para ti mismo. Y miras hacia el fuera de campo, y ves tu abismo o quizás otro sendero que no habías advertido, el cual decides tomar. O te das cuenta de que quizá no conocieras tan bien a aquel con el que convivías, como es el caso de Marie con respecto a su marido, del que ignoraba sus depresiones (de las que sí era conocedora su madre) y asistencias al médico pocos días antes de su muerte..

Marie se resiste a perder el paso, la coreografía de pasos en que ha constituido su vida para no percibir sus fisuras, y por tanto precipitarse en la desolación de la consciencia. A veces sus emociones tartamudean, cuando una brecha se abre en ese escenario de fantasmas que ha preferido crear, como cuando distingue entre sus alumnos a uno de los socorristas que no encontraron aquel cuerpo con el que ella aún convive como un fantasma que le hace sentir que la vida no es una progresiva desaparición. Por eso, no alquila un piso nuevo cuando advierte que desde una de las ventanas el horizonte es un cementerio. Con Vincent no logra hacer el amor con demasiada luz, como si pudiera percibir con demasiada claridad que la realidad no es como cree que es o como prefiere que siga siendo. Por ello, no permite que esa relación se afiance, como si Vincent fuera un sucedáneo de quien no quiere asumir que ha muerto. Bajo la arena, la ebullición de la vida, el trasiego de las hormigas, como aquellos insectos bajo la hierba en el prólogo de Terciopelo azul (1986), de David Lynch. Tanto permanece oculto, invisible, inadvertido, durante tantos años. Soñamos con lo que no hemos sido, con lo que quisiéramos ser, fantasmas que pueden enajenarnos, como casas o piscinas que son simplemente las de nuestra mente, las de toda esa vida que permanece en el desván de lo no realizado. Pero quizá también no queremos mirar hacia atrás porque no queremos descubrir que no había sendero alguno, que habíamos recorrido la vida como meros fantasmas, y que había más vida bajo la arena que sobre ella.

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