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lunes, 18 de diciembre de 2023

Los visitantes de la noche

 

Una de las principales cualidades de Los visitantes de la noche (Les visiteurs du soir, 1942), de Marcel Carné, es cómo irrumpe lo fantástico en una representación realista. El punto de partida, como ya indica el texto introductorio, ya es de por sí alegórico, fantástico: En el siglo XV, dos enviados del diablo, bajo los rasgos de dos juglares, Gilles (Alain Cuny) y Dominique (Arletty), a la que en principio toman por hombre, llegan al castillo de Sir Hugo (Ferdinand Ledoux), para desesperar y trastornar a los humanos. Un primer detalle que asienta el extrañamiento tiene lugar a la entrada del castillo: Un hombre solloza porque han matado a su oso; Gilles coge su cadena, y vemos cómo esta se estira; ahora, al otro extremo está su oso. Un detalle que anticipa otras cadenas, relacionadas con dominios y cautiverios contra los que sublevarse. En el interior del castillo, sus canciones embelesan a Anna (Marie Dea), mientras que suscita el desprecio de su prometido, Baron Renaud (Marcel Herrand), que no cree en el amor sino en la guerra. Cuando da comienzo el baile, Dominique toca las cuerdas de su laúd, y el tiempo se detiene para sus asistentes. Dominique coge de la mano al Barón, y Gilles a Anna, y dan comienzo a su seducción, al hechizo. El barón, reticente al amor, ahora se siente cautivado, lo mismo que Sir Hugo, cuando Dominique le seduzca, hasta entonces anclado en la añoranza de su amor pasado.

Sugerente elemento añadido: Gilles y Dominique tiempo atrás estuvieron enamorados uno del otro, pero ambos fueron incapaces de expresar su amor, más bien inclinados a esperar las demostraciones del otro. Indeterminaciones que conducen a la condena de una posibilidad. La aparición del diablo (Jules Berry), con su talante sardónico proporciona un giro a la narración cuando aparezca con una tormenta para castigar a quien no ha seguido sus ordenes, Gilles, forzando a que sea encadenado y azotado. Pero luchará contra un amor que no tiene límites, o que se resiste a su imposición: Gilles encadenado en su celda habla, en contraplano, con Ana en su habitación, y ambos se unen en el espacio del recuerdo, donde se abrazaron por primera vez, junto a una fuente. Allí irrumpe el obstinado diablo, quien les hace ver a través de las aguas cómo Sir Hugo y Renaud combaten por Dominique. Por mucho que convierta en piedra a los amantes que le desafían con su amor, el latido de sus corazones permanece unidos. Hermoso también es el momento en el que el diablo desafía a Ana aludiendo a la vergüenza, y ella replica que no la tiene, y que no tiene temor en clamar a la gente su amor, el hecho de que ya no sea pura: Abre la ventana y lo grita a todos los asistentes a la plaza.

La prosa del realismo y la poesía de lo fantástico se conjugan de un modo armónico. A diferencia de la posterior La bella y la bestia (1946), de Jean Cocteu, en la que lo ordinario, la chica (bella), irrumpe en el espacio transfigurado de la otredad, el territorio de la bestia, en Los visitantes de la noche, lo fantástico irrumpe en el territorio ordinario en el que siempre domina la luz, como si los pliegues no fueran visibles. Lo ordinario se transmuta en sus coordenadas espacio temporales (se detiene el tiempo, se atraviesa el espacio a la vez que se reconfigura acorde a la voluntad y deseo de unos amantes). Los límites se transgreden, como también el escenario sentimental. Carné teje una pausada narración, cautivadora con este relato con respecto al cual hay quienes vieron una alegoría sobre la invasión del ejercito alemán, con el diablo representando a Hitler, y su dominio, y encadenamiento, de Francia (con el latido de resistencia durante la petrificadora ocupación), aunque Carné declarara años después que no planteaba de modo consciente esa alegoría. De todas maneras, transciende lo coyuntural con una conmovedora alegoría sobre la unión amorosa sustentada en la entrega, la falta de vergüenza y orgullo, y en la sublevación que se resiste a cualquier imposición. Carné reincidiría en esta línea fantástica en la estupenda Juliette o la llave de los sueños (1951).

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