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viernes, 8 de diciembre de 2023

Vida de Oharu, mujer galante

 

Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku Ichidai Onna, 1952) no es una de las obras que dispusiera, en la siguientes décadas, de mayor reconocimiento, o difusión, como sería el caso de Cuentos de la luna pálida (1953), El intendente Sensho (1954) o La emperatriz Yang Kwei Fei (1955), pero sí dispuso de particular relevancia, por un lado, porque tras la resonancia un año, en festivales, antes de Rashomon (1951), de Akira Kurosawa, apuntaló, al ganar el león de oro en el Festival de Venecia, el impacto de la cinematrografía japonesa en Occidente, y de modo específico, en Estados Unidos. Y, por otra parte, era una obra de especial significación para el propio Mizoguchi. Fueron años los que le costó superar las reticencias de productores para que pudiera llevar a cabo la adaptación de la novela corta La vida de una mujer amorosa, de Ihara Saikaku, publicada en 1686. Condensa su visión sobre el maltrato de la figura de la mujer en la cultura japonesa, y su visión budista, compasiva, pese a la suma de adversidades o desgracias. Y desde luego, Vida de Oharu, mujer galante, además de ser otra de sus grandes películas, es una de las obras más desoladoras. Es turbiamente espectral la presentación de Oharu (Kinuyo Tanaka), ya con cincuenta años, entrando en un templo en donde sobre una de las figuras de buda se superpone la figura del hombre que amó, Katsunosuke (Toshiro Mifune), porque había cometido la infracción, como sirviente, de entablar relación con una cortesana. La narración, pues, comienza con un amor truncado, pues el primero de los diversos episodios que jalonan la vida de esta mujer ya define cómo el amor no es la noción que más se tiene en aprecio o consideración. Oharu, y sus padres, fueron expulsados de la corte cuando se descubrió aquel amorío con Katsunosuke, y él fue decapitado. Ella no entiende la indignación de sus padres porque ella le amaba, qué mal había en su amor correspondido. Y él, por su parte, antes de ser decapitado clama que espera el día en que importe o se valore más la entrega del amor que las conveniencias y jerarquías sociales.

Es lo que importa, llámese statuo quo, o la posición que ocupa en el tablero social. Por eso, para el padre de Oharu sí es deseable la venta de su hija a un hombre de posición de poder por el beneficio económico que le puede proporcionar. La hija es una mercancía que debe suministrar beneficios, no importa su felicidad. Importa la venta no el amor, el cual debe ser amordazado. Importa el dinero, como queda patente en el episodio en el que un hombre arroja dinero sobre el que todos se abalanzan ávidos, menos Oharu, lo que llama la atención de ese hombre quien cree que con el dinero se puede conseguir lo que se quiera (hasta que se descubra que es dinero falso). Es un episodio que acontece después de que Oharu, tras una larga búsqueda (entre los requisitos está incluido que carezca de lunares), haya sido elegida para proporcionar un hijo al gobernador Matsudaira, ya que su esposa no está capacitada. Pero posteriormente será alejada, sin que ni siquiera, para frustración del padre, le proporcionen dinero como recompensa. El único concepto que dispone de relevancia es la utilidad, el intercambio de intereses, la conveniencia. Por eso, ya desde un principio, lo que es o representa Oharu está mancillado. De ahí que esas primeras imágenes de aliento espectral transmitan fatalidad. Es un resignado fantasma de cincuenta años que transita por las oscuras calles como prostituta, aunque aún es capaz de reírse de sí misma por el rechazo que suscita, por su edad, en los hombres. La elegancia formal, con esos elaborados movimientos de cámara y planos de larga duración, se conjuga con unas sórdidas turbulencias. Es un proceso de degradación en un ambiente en el que se cuidan las formas (es admirable cómo se detallan los rituales y las formalidades con las que se define el trato social en esos espacios de privilegio social) pero cuya naturaleza es tan falsa como turbia.

Lo que nos relata esta hermosa obra (la preferida de Jacques Rivette) es el tránsito de adversidades que le han conducido a esa circunstancia, en los margenes, a los que se aboca a quienes les está vedado el amor. Tendrá el hijo que se espera de ella, pero estará condenada a no poderlo ver nunca. Da igual el ambiente que transite, sea entre guerreros, comerciantes o en un monasterio cuando aspira a ser monja, su aspiración de vida armónica será frustrada, sea por la muerte (del comerciante de abanicos), sea por las rígidas normas sociales que la restringen por su papel (al que está determinada) o por su condición de mujer, o por meros celos y envidias, de hombres pero también de mujeres, como la esposa del comerciante, que vive de las apariencias, y que porta una peluca que esconde su calvicie, y que pide la ayuda de Oharu, para después por envidia, castigarla y cortarla el pelo: contundente es la revancha de Oharu, usando a un gato para que, durante la noche, se lleve el postizo del pelo y así sea descubierta por su marido. Como un gato, bufando, responderá Oharu a los hombres que no requieren sus servicios cuando ya tiene cincuenta años. El hecho, finalmente, es que el destino de Oharu, como revela ese contraste corrosivo del último plano ante un símbolo religioso de Buda, está marcado por la mezquindad humana. Pero ese mismo edificio de fondo afirma cómo ella, pese a todo, sigue manteniendo un talante que alienta lo armonioso.

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