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miércoles, 8 de noviembre de 2023

La tierra prometida

 

'La naturaleza en un tiesto'. Ese es el objetivo de los que representan el espíritu emprendedor capitalista, como expresa Silver (Alan King), en la secuencia introductoria de La tierra prometida (Sunshine state, 2002), de John Sayles, en un espacio emblemático de su discurso, un campo de golf. Silver y sus compañeros de partido (que puntúan la acción como coro griego sobre los diversos ángulos del progreso económico y cómo ha afectado a la naturaleza y nuestra relación ella), es uno de aquellos que convirtieron las salvajes y pantanosas tierras de Florida en un espacio no sólo habitable, sino un espacio de diseño. Una de las líneas narrativas de esta obra coral, en la línea de Matewan (1987), Ocho hombres (1988) o Lone star (1995), mordaces obras sobre distintas circunstancias de corrupción social, empresarial o institucional, relata los intentos de distintas empresas por comprar las tierras y propiedades para erigir sus construcciones de diseño, sean casas o centros comerciales. La especulación y recalificación de los suelos, las compras de las propiedades de los que llevan viviendo allí décadas, con la consiguiente indiferencia a lo que han vivido allí ( o a su futuro; o a cualquier pasado: los asentamientos de las culturas indígenas). No importan las raíces, sino rediseñar un futuro que no tiene que ver con el progreso en cuanto mejora, sino en cuanto propiciar beneficios a los poderosos (a las corporaciones que rigen el mercado, es decir, la realidad). Pero también se inventa, o diseña, el pasado, como la celebración que acontece durante los cuatro o cinco días de mayo en que transcurre la acción, en la que los protagonistas son los piratas del pasado ( hoy son otros, con traje y corbata).

A la par que se dibuja el retrato de una colectividad, entre el diseño imagenes del pasado y del futuro, se retrata el presente de unos personajes concretos, definido por el extravío, la indefinición fluctuante, el desencuentro entre generaciones o con el pasado, suspendidos en un tiempo incierto. En las secuencias iniciales un hombre (que luego sabremos es un concejal que fluctúa entre las diversas fuerzas que anhelan quedarse con las propiedades de la zona) intenta suicidarse, infructuosamente, colgándose de un árbol en el bosque ( y no será su último infructuoso intento); un adolescente quema ( reincidente) una propiedad ajena, en este caso el barco pirata construido para las celebraciones. Ejercen de contrapuntos como agujeros negros que evidencian una inconsistencia. Los dos personajes con más presencia dramática son dos mujeres, Eunice (Angela Bassett) y Marly (Eddie Falco). Si unos empresarios quieren rediseñar un espacio, cual escenario, para dotar su futuro de una cualidad meramente rentabilizadora (no como espacio que habitar), una mujer se enfrenta al pasado que abandonó con quince años, y otra se quedó atascada tras no lograr que la narrativa de su vida fuera aquella con la que soñaba. Eunice regresa a su pueblo de origen, del que se marchó ( o como dice ella, del que fue echada, tras quedarse embarazada); Eunice, que no logró realizar sus sueños de actriz (resignándose a a ser presentadora de programas de Teletienda), vuelve para enfrentarse con un pasado con el que quedan cuestiones pendientes, la amiga a la que quitó el novio (aunque ahora está casada con él) y el que fue el padre de su hijo, una ex estrella del deporte, ahora dedicado también a la venta de imagen ( o él imagen en venta para los intereses de las corporaciones que quieren comprar las tierras y propiedades).


Marly fluctúa, insatisfecha con su vida. No pudo ser la nadadora que quisiera haber sido, conformada con regir el restaurante y el motel de Former (Ralph Waite), su padre (ahora ciego, y dedicado a la queja con respecto a la degradación que ha implicado el paso del tiempo), resistiéndose a los intentos de compra pero ansiosa de dar un giro a su vida, estancada. Rompe con su anterior pareja, jugador de golf (también en venta para promociones), discute con su marido (que actúa como pirata y soldado nordista en la celebración: irónicamente, con el disfraz del segundo, le dice a Marly que vive en el pasado tras que ella se haya negado a invertir en su proyecto de toboganes de agua) y flirtea con el arquitecto paisajista llegado al pueblo, Jack (Timothy Hutton). Hay más personajes, perfilados con afinados trazos, como la madre de Marly, Delia ( Jane Alexander), que lucha por la protección de las aves de la zona, y da clases de arte dramático ( fue profesora de Eunice) o el anciano doctor Lloyd (Bill Cobbs), resistente a su vez para que no compren las casas en las que viven, lazo con el pasado: cómo aquel espacio fue el primer lugar de costa que los negros pudieron disfrutar como privilegio, aunque escoltados en principio por la policía; entonces tenían sus propios lugares de ocio (por la segregación), ahora todo es indistinto, como los Burgers; hay más oportunidades para los negros, pero sólo para los que pueden acceder a los privilegios. En el otro ángulo, Former evoca cómo creía que cuándo se eliminara la segregación sería el principio del fin, pero el tránsito no fue traumático ( los cambios se llegan a aceptar, y crean nuevos hábitos, animales de costumbres como somos; los paisajes cambian con nuevos diseños y nos adaptamos). Aunque miremos hacia el horizonte del futuro, como un cartel publicitario o como una visión borrosa, el pasado siempre asoma, por mucho que lo enterremos: las cuentas pendientes, los remordimientos, las añoranzas, las cosas no dichas o compartidas, lo que quisiéramos haber sido y no pudimos, lo que fuimos y no podremos volver a ser o sentir. Los frágiles e invisibles cimientos de la vida sobre los que construimos sueños, engaños y nuevas relaciones que modifican el paisaje ( o sólo son pasajeras ilusiones de cambio). La tierra prometida combina con suma habilidad el retrato de una colectividad, en el soleado estado de Florida (con una crítica visión de la condición depredadora del progreso económico), y el de unas vidas individuales de presente fluctuante, con flecos sueltos del pasado e incertidumbres de futuro. Sayles crea una impecable y armónico puzzle narrativo con una mirada ajustada en la mordacidad de la distancia (de la preclara visión de conjunto), con poso irónico y emoción sutilmente contenida. Quizá todo sea cuestión de quién, en un sentido figurado, aguanta más tiempo la respiración, o quizá de ser capaz de sumergirse en la circunstancia propia, en las corrientes de deshilachado pasado y presente y futuro incierto de la que está constituida.

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