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miércoles, 22 de noviembre de 2023

El vencedor de Napoleón

 

Como específica el título español, El vencedor de Napoleón (Young Mr. Pitt, 1942), de Carol Reed, no es una biografía al uso de quien fue el primer ministro británico más joven (con 24 años), William Pitt (Robert Donat), sino que le alienta o se centra en aquello que le reportó especial notoriedad, y que suponía una pertinente equiparación con los tiempos presentes (la segunda guerra mundial), su duelo con Napoleón durante la guerra que tuvo lugar entre ambos países entre 1793 y 1802. La obra, de este modo, se convierte a través de la figura de este político que se mantuvo firme en su lucha (bregando incluso tanto con rivales políticos como con la volubilidad del apoyo del pueblo) contra un enemigo con el que no se deja de equiparar en atributos a Hitler (en su afán de dominio del mundo), en un vigoroso ejemplo, afortunadamente más sutil que pedestre, de cine de propaganda para insuflar combativos ánimos de resistencia en aquellos tiempos precarios (la ejemplaridad de Pitt se extrema con el hecho de su frágil salud, sus sucesivos ataques; aunque se retiró, por ese motivo, tras ser ministro durante 18 años, de 1783 a 1801, volvería de nuevo de 1804 a 1806, año en que murió, a los 47). Cómo de crucial es ese duelo en las sombras (bastidores) entre Pitt y Napoleón se define con ingenio desde el inicio. Tras un primer plano secuencia, un admirable travelling que encuadra el parlamento, mientras el conde de Cheatham, Old William Pitt, suelta un discurso en el que apoya la insurrección de las colonias americanas, hasta enfocar a un niño, su hijo (Young Pitt), que le escucha con admiración, una posterior conversación de ambos a la mesa (que ejemplifica el agudo uso del humor a lo largo de la narración, del guion obra del dueto Sidney Gilliat-Frank Launder: cuando, tras instruirle sobre la vida, dicíéndole que no busque nunca fama en la guerra, el padre le señala al hijo si está embriagado por el oporto, el hijo le responde que por sus palabras, lo que suscita la sonrisa de su padre; la continuidad de la elocuencia está asegurada), y un plano en sombras, en el que el padre, ante su hijo dormido, expresa que no hay nada más hermoso y mayor desafío que un hijo, la transición se realiza sobre el primerísimo plano de un bebé, Napoleón.

Cuando hacía referencia, hablando de El caso Winslow (1999), de David Mamet, de una perspicaz aplicación de unos modos expresivos dramatúrgicos que no alteraba>, tenía en mente la continuidad de unos modos expresivos cuya raíz en el tiempo está en obras como esta de Carol Reed. También asocié ambas por el parecido físico entre Robert Donat y Jeremy Northam, y por cómo ambas se edifican, en la construcción de planos y secuencias, sobre lo escénico, sobre la palabra y el discurso ( sin que sean teatrales, en el sentido peyorativo que antes se le atribuía a tal consideración). Uno de los aspectos vertebradores es, precisamente, el dominio de la palabra que tiene Pitt, su capacidad persuasiva, o disuasiva, su dominio de los escenarios de la palabra que buscan un efecto dramático en el espectador/oyente, sea ciudadano o rival/aliado político (como bien explicita en su conversación/duelo con Talleyrand). En relación a lo escénico, hay planos de dilatada duración, generales, que hacen del decorado o la iluminación un personaje más, un efecto de tensión, peso (pesadumbre) o carga, esa que va erosionando la frágil salud de Pitt. Y hace ser consciente del tiempo. En este sentido, la dinámica narración logra reflejar con agudeza ese paso del tiempo, a través de montajes secuenciales, que condensan episodios históricos, pero también reacciones de los ciudadanos (el contrapunto del escenario), sino a los citados achaques de salud de Pitt, que le convierte en una figura vulnerable que no puede forzar en cierto momento más la cuerda de su organismo (aunque no dejará de tensarla, retornando a los escenarios o no dejando de consumir su amado vino).

Además de incidir en el reverso siniestro de la política ( el camaleón Fox, que encarna Robert Morley, que se adapta a las circunstancias para beneficiarse; el pago a sicarios para que apalicen al rival político), no deja de ser interesante cómo en el fragor del momento no se advierten las certeras perspectivas, aunque se defiendan con firmeza y obstinación, que el tiempo corroborará, como la convicción de Pitt de que la paz que solicita Napoleón (que se firmará en Amiens, en 1802) es una maniobra para recuperar sus fuerzas, y retornar con el tiempo, pero nadie cree lo mismo ( ni los otros políticos ni el pueblo), y Pitt dimite (en 1804 se le pedirá que vuelva, cuando Napoleón se autodeclara emperador, dando comienzo las guerras napoleónicas, y Pitt es nombrado de nuevo primer ministro). Por último, reseñar algún hermoso detalle de estilo: Pitt declara viendo a un segador que su principal objetivo es la consecución y mantenimiento de la paz, ese es el logro; de un plano del aldeano afilando su guadaña, se pasa a la de ciudadanos en París afilando cuchillas y guadañas para tomar la Bastilla. Y la hermosa relación, de complicidad, tejida de gestos y miradas, expuesta con un admirable sentido sintético, con la mujer que ama, Eleanor (Phylis Calvert), relación que las adversas circunstancias impedirán que se realice, otro de los amargos sacrificios de este hombre que se mantuvo firme para conseguir que reinara la paz, aunque, para ello, tuviera que abogar por algo que no era de su aprecio, la guerra.

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