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lunes, 20 de noviembre de 2023

Los amantes de Montparnasse

 

No sé si porque es el retrato más certero de un artista en conflicto con un entorno (no receptivo a su excepcional sensibilidad, cuando no carroñero) y consigo mismo, con su fragilidad, con su vulnerabilidad a flor de piel, y por ello incapacidad de resistir la contrariedad (como si su sensibilidad sintiéndose incapaz de establecer conversación con la sensibilidad predominante, ese desajuste se tornara en agujero negro) o porque es el que más me ha conmocionado, pero no he visto obra más bella centrada en un artista que esta magistral Los amantes de Montparnasse (Montparnasse, 19, 1958), de Jacques Becker, tan lírica como descarnada, rugosamente sombría y afinadamente contenida, centrada en los últimos días del gran pintor Amadeo Modigliani, o Modi, encarnado admirablemente por Gerard Philippe. Con guion de Henri Jeanson, que adapta la novela de Georges- Michel Michel, no pretende ser una reconstrucción histórica sino el retrato esencial de un artista enfrentado a un mundo ajeno a las sensibilidades singulares (o percepciones agudas) y a su propia fragil interioridad, esa que tiene los nervios sin protección porque capta las cosas con una desnuda agudeza inusual. En aquellos oscuros ojos vaciados, que caracterizan sus pinturas, se condensaba su desajuste con su alrededor. Con respecto a su sensibilidad, siempre me ha parecido también, por su aspecto o forma de vestir, o su forma de desplazarse, un antecedente de El chico de la moto que encarna Mickey Rourke en La ley de la calle (Rumble fish, 1983), de Francis Coppola, un personaje con percepción aguda, como Modigliani, y con cierta inclinación autodestructiva por sentirse fuera, exiliado, de un modo de vida (Modigliani busca en la bebida el aturdimiento que alivie su desazón por sentir que no se aprecia su arte como si, por tanto, su vida careciera de propósito, abocada a un soliloquio).

Los amantes de Montparnasse era un proyecto de Max Ophuls, quien murió durante su preparación. No es de extrañar en un cineasta que acababa de realizar la magnífica Lola Montes (1955). Tanto esta mujer como Modigliani son sensibilidades excepcionales que, por su singularidad, son convertidas en atracción de feria o marginada (por incomprendida) hasta que mueran, para enriquecerse con su admirado arte, como bien sabe el abyecto tratante de arte Morel (Lino Ventura), quien sabe apreciar la cualidad de su pintura pero también que estará más valorizada (esto es, que podría extraer negocio de la misma) cuando haya muerto. Morel, precisamente, está presente en la secuencia inicial en el café, donde Modigliani realiza un retrato a un cliente que responde con rechazo cuando ve el resultado (no le parece lo que considera un retrato; no le importa que sea el modo en el que el artista le ve; para él un retrato es un registro, no una interpretación o un reflejo de otra mirada). Así como también, al final, en el mismo café, es también una figura de espaldas que se vuelve cuando se percata de que Modigliani, como acción desesperada, intenta vender a cinco francos sus dibujos, sin encontrar respuesta positiva de ningún cliente. En esta ocasión, le seguirá como un ave rapaz que huele la inminente muerte, por las calles neblinosas, al acecho, hasta que Modigliani, enfermo de los pulmones, cae desmayado. Será, por tanto, entre quienes conocen a Modigliani, el único testigo de su muerte en un hospital, en donde, mientras agoniza, no es capaz de decir donde vive, ya que sabe que eso supondría que se enteraría su amada, Jeanne (Anouk Aimee), y su propósito es dirigirse a su casa para comprar sus cuadros, sin decirle siquiera a ella que Modi ha muerto, para que así pueda comprar su obra con un precio menor. Así se define su falta de escrúpulos. Son unas demoledoras secuencias como conclusión, un desgarrador final que implica la desoladora constatación de las palabras de Morel cuando fracasa la exposición de Modi ( tras la que, incluso, la policía pide que se retire una de sus pinturas del escaparate porque se ve vello púbico en el desnudo femenino).

Como se refleja en la excelente secuencia en que un millonario norteamericano quiere comprar sus cuadros, y utilizar uno para promocionar una marca de perfume, Modi no acepta ese destino mercantilista de su arte; su sentido de la pureza es inflexible, como desesperado su anhelo de sentir que su arte sea reconocido, amarga frustración que le precipita a esos descensos en la oscuridad, con el alcohol como recurso aturdidor, o esa relación, con Beatrice (Lili Palmer), la escritora inglesa, en la que se embrutece, u olvida, en un masoquismo que se camufla en permitido sadismo (cuando la golpea, y la deja desmayada en el suelo). La aparición de Jeanne, que parece salida de uno de sus cuadros (como si llenara todos sus ojos vací(ad)os), le hace sentir, encontrar, de nuevo la ilusión de que todo es posible. La ternura que transpira su relación es conmovedora, desde esa secuencia en la que la dibuja dormida, y su fiel amigo Zborowsky (Gerard Sety) le pregunta qué tal hace el amor, y él, mirándola abstraído, embelesado, musita que no lo sabe. Jeanne es su refugio, cálido, y la mirada que le eleva; pocas relaciones de complicidad, de conversación amorosa entre afines, como la retratada entre Modigliani y Jeanne; de ahí la desesperación de Modi porque no quiere que le afecten sus tinieblas, su desesperación fatalista (el momento en que lanza el dinero que les queda al Sena, diciéndole que no quiere llegar a ser cruel con ella cuando esa desesperación le supere y por ello le ruega que le abandone). Las secuencias posteriores, ambos en un hogar dominado por las sombras, son de las más bellas que ha dado el cine: ese primer plano de Modi mientras dirime con su fragilidad y fatalismo, por un lado, y por su amor inmenso a Jeanne, por otro. Será entonces cuando decida salir a la calle a vender sus dibujos por cinco francos, dejando de lado su orgullo inflexible. Tarde, porque ya su organismo desfallece tras tanto maltrato y muere con solo treinta y cinco años por meningitis tuberculosa. Será el ave carroñera, Morel, quien sacará beneficio, ignorante y despectivo de su entrega al amor sin condiciones así como de su condición de poeta que sólo anhelaba que su arte fuera admirado porque brotaba de sus entrañas, de su mirada única. Esas frágiles entrañas se exponen en la mirada del actor, quien mira a su amada como si fuera su luz de vida. Aunque una luz que no fue suficiente para que él supiera resistir la contrariedad de sentirse invisible a la mirada de un entorno que ni le apreciaba ni le entendía.

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