Te venía a las mientes que tal vez no estuvieras muerto, pero que ya no vivirías, al menos no como antes. En efecto, esa lenta lluvia interminable había trastocado la perspectiva de las cosas. En 1977, se estrenaba la magnífica producción australiana La última ola, de Peter Weir, en cuya primera secuencia se producía el singular fenómeno de la precipitación de un granizo como piedra desde un cielo sin ninguna nube. En cierta secuencia, el protagonista, un abogado, contempla el colapsado tráfico diario, pero en una posterior secuencia esa circunstancia la ve a través de otro filtro u otra percepción: sumergidos bajo el agua. Su percepción de la realidad se ha visto alterada, desde que ha tomado contacto con la cultura maorí ya no mira con los mismos ojos de antes. La última ola a la que se refiere el título es la acuática metáfora de un cataclismo que sanciona nuestra civilización cuyo código de circulación está enquistado en la concepción pragmática, la depredación y el desprecio a la propia tierra. Ese mismo año, se publicó, en Italia, Aguamala. Cuatro días de lluvia en la ciudad de Nápoles a la espera de un suceso extraordinario (Acantilado), la única novela de Nicola Pugliese (1944-2012), en la que una lluvia pertinaz que no parece cesar conmociona la vida de Nápoles. Causa socavones o hundimientos de edificios con la consecuente pérdida de vidas, así como también se producen fenómenos extraños, como unas voces humanas, ambiguamente humanas, que irrumpían en el exterior con insólitas contorsiones, con sollozos inextricables, sonidos apagados bajo las gotas que la lluvia traía. O la presencia de unas intrigantes muñecas en los lugares en los que se había producido la catástrofe, pero también monedas cantarinas que escuchan niñas de diez años, o un comportamiento extraño del agua, como si tuviera voluntad propia. El agua del mar estaba rastreando en sus respectivas viviendas (…) que un liquido amorfo y a menudo petrolífero albergase sentimientos afectuosos hacia los niños que no habían podido bañarse esa mañana generaba en muchos un estupor boquiabierto, pero las pruebas eran en verdad apabullantes.
La ciudad fue entonces conminada a bajar la vista, y los ojos contemplaron manos inmóviles en los regazos, quietas y enfermas como por enfermedad, pero enfermedad no había, y se ensimismó la ciudad en esos propósitos suyos de enmienda e indagó y en la quietud se detuvo a juzgar. La lluvia pareciera suscitar la necesidad de revisar y reenfocar la propia vida, reajustar una perspectiva que más bien parecía cautiva de un hastío que costaba asumir, como representan esas inciertas voces que no se sabe de dónde surgen pero que parecen encarnar el lamento de un modo de vida que ha convertido a todos en espectros o sonámbulos en vida. La narración se convierte en un sinuoso flujo, como una sutil coreografía de largos párrafos, que conjuga múltiples voces que no son sino la misma voz, que representa a una ciudad y a un modo de vida. Interrumpir el flujo indescifrado, crear la fractura, el momento de incertidumbre. Esa lluvia parece relacionada con una modificación radical de la forma de habitar la realidad. Así parece sentir, en la introducción, el periodista Carlo. ¿La espera indescifrada? Nacía como rencor, como pensamiento sórdido. Todos los habitantes de la ciudad, todos los personajes que se suceden en la narración como relevos de un mismo desconcierto, parecen esperar que la lluvia traiga un cambio drástico en su vida. Había un socavón y un hundimiento, y las cosas de siempre y las personas y los gestos mecánicos, rituales. Esos aparentes opuestos, unidos por cópulas, quizá sean sinónimos. Todos se preguntan ¿Dónde está el significado último? Y todos sienten como si de un momento a otro todo pudiera venirse abajo, todo hecho trizas, años de sacrificios, de esfuerzos. Pero quizá porque el orden, la circulación ordinaria de rutinas, era el socavón o el hundimiento, rebosante de fisuras. La lluvia es como la mirada, de Carlo, que se apresura a escudriñar las grietas que hay entre las piedras. La mirada que se pregunta cómo le perciben los demás, si es como se percibe uno mismo, o que asume que los acontecimientos no se ajustan a las previsiones o a las expectativas.
Esa espera que les acucia, y desespera, es la necesidad de que cambie la estructura de la realidad, o de habitar la realidad como conjunto social, pero también la necesidad de recobrar el aliento vital que pueda suscitar el cambio de la propia vida, atrapada en rutinas y previsiones que se sienten como prisiones o errores cuyo origen se desconoce. La mirada que necesita renovarse, no con una última lluvia sino con la que logre que renazca, como si fuera por primera vez, su impulso de acción, ese que que concibe lo posible pese a las contrariedades, decepciones o concesiones a la inercia de la vida previsible. Resulta curioso que el autor quisiera que no fuera reeditada la novela hasta que él estuviera muerto, como así ocurrió en el 2012. Como La última ola, la película de Weir, esta fascinante música narrativa que es Aguamala parece interpelar a nuestro propio presente, porque parece que en algo más de cincuenta años nos hemos ido empantanando cada vez más. Más que nunca necesitamos esa lluvia, o el temor de una última ola. Cada día que pasa nos vamos apagando, nos marchitamos imperceptiblemente, ¿y cómo podremos despertarnos de improviso?¿Cómo conseguiremos desbaratar el orden de las cosas para encender las flores de la noche?¿Quién nos devolverá la deliciosa locura del tiempo del amor? (…) ¿Dónde hemos errado, dónde exactamente?
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