El ser humano desde la, irónicamente, llamada tierna infancia tiende a disfrutar infligiendo daño a sus congéneres u otras criaturas, o cuando menos encontrando un motivo para hacer irrisión de alguien, por aquello que consideren una carencia o perciban como rareza o anomalía (sentirse parte de un grupo también imprime la sensación de poder que se puede desplegar con quienes no dispongan de los atributos aceptados como constitutivos de la normalidad, o la posición privilegiada, que en determinadas circunstancias coinciden). En parte, refleja una inconsciencia seminal, o falta de consciencia, desde la infancia, de que los otros seres vivos sufren. Pero también la inconsciencia puede fundirse con la indiferencia y con la satisfacción intencional. Esas acciones crueles, sea en la infancia, la adolescencia o la vida adulta, son normalizadas, e incluso, en ocasiones, ritualizadas en ciertos escenarios sociales, y no son contempladas como reflejos de nuestra inherente naturaleza retorcida ni siquiera como un estado de enajenación o trastorno (mediante una compartimentación o categorización conveniente de lo que se califica como normal o anormal). No nacemos con la cualidad de la empatía, ya que su consecución supone esfuerzo, es consustancial al proceso de maduración, como desarrollo y afinamiento de la inteligencia emocional (que no ha dispuesto de la misma atención que la educación de la funcionalidad productiva o eficiente). No nacemos con la inteligencia emocional, ni siquiera como órgano intuitivo. La empatía es tanto desarrollo intuitivo como reflexivo. El impulso es flexión, y ese domina muchos actos y muchas reacciones. La reflexión implica (esfuerzo de) consciencia de la circunstancia y perspectiva de los otros (ponerse en su piel). En The innocents (De uskyldige, 2021), del danés Eskil Vogt, los niños disfrutan haciendo daño a los animales. La niña protagonista, Ida, pisa una lombriz, introduce un palo en un hormiguero o, con un amigo, lanza un gato al vacío. Los otros animales no son seres que sienten, son seres que se mueven, y que hay que detener (como un gato quiere detener todo lo que se mueve, incluso un flujo de agua) o que resulta más divertido o placentero dañar porque son más desvalidos o vulnerables (resulta muy útil descargar sobre otros más indefensos las frustraciones o resquemores propios, a veces por imposiciones, humillaciones o desatenciones de otros). Resulta placentero el hecho de someterles, como de infligirles daño (con los animales que son más poderosos en el cuerpo a cuerpo el ser humano ya ha ideado modos de neutralizarles, someterles o eliminarles desde la distancia, convirtiéndose así en la bestia más poderosa del planeta). El ejercicio de la crueldad o la violencia sobre otras especies satisface la pulsión de control o dominio. Pisas una lombriz porque puedes, tiras un gato al vacío porque puedes. Por lo tanto, el ser humano, aunque sea niño, realiza daño porque se siente poderoso. Disfruta del dominio.
Cuando comienza el proceso de socialización, en los colegios, se hace patente esa inclinación también con los otros congéneres. En este caso, el sometimiento puede ser tanto individual como grupal. Pronto, los niños, unos más que otros, toman consciencia de que necesitan aliados para someter a otros, en minoría numérica, o más desvalidos o menos agresivos (o menos necesitados de imponerse o menos capaces de ello). Y para estos la realidad se convierte en un cerco constante que puede ser desesperante. La producción belga Un pequeño mundo (2021), opera prima de Laura Wandel, opta por un estilo cinematográfico que remarque esa condición de cerco, de vida sitiada y azuzada, mediante una sucesión de planos cortos, como también era el caso de El acontecimiento, de Audrey Diwan, sin transiciones ni respiros de encuadres más amplios. La cámara no se separa de la perspectiva de la niña de siete años, Nora (Maya Vanderbeque), testigo de cómo su hermano mayor Abel es golpeado y humillado por un grupo de chicos. El recreo no hace honor a su nombre ya que se torna diaria tortura. Ambos son recién llegados en ese entorno, y suele ser tendencia de ciertos humanos hacer chanza, poner a prueba o sencillamente amargar la vida de los que se califican como extraños. En vez de ser amables, y facilitar la integración, prefieren disfrutar con el sometimiento y el ejercicio de la tortura. Sienten la vulnerabilidad de quienes se desenvuelven con inseguridad en un territorio que desconocen por lo que para la bestia depredadora que hay en nosotros se convierte en víctima propiciatoria, por sentirse menos protegida, más indefensa.
Resulta interesante comprobar como esa reflexión también está presente en una obra tan diferente tanto como producción, por su mucho más elevado presupuesto, como por su estilo, más convencional (aunque también con un fluido dominio narrativo y una remarcable cualidad sintética) o su planteamiento, ya que no es el realismo desabrido de Un pequeño mundo sino la fantasía de unas situaciones fuera de lo corriente, puramente imaginarias, como es el caso de la minusvalorada Morbius, de Daniel Espinosa. Su enfoque es, por tanto, el abstracto planteamiento de la alegoría. En las secuencias iniciales se nos presenta a dos niños Michael y Lucien quienes, por la enfermedad que padecen, la cual impide que su cuerpo produzca la necesaria sangre, se ven a abocados tanto a una vida más frágil y vulnerable, cuerpos que necesitan de muletas y más bien raquíticos, como por otro expuestos a ser objeto de irrisión por otros niños que encuentran, una vez más, en su vulnerabilidad, y rareza, una oportunidad para infligir daño, porque se sienten más poderosos. La reacción de ambos, cuando sean adultos, será disímil. Michael (Jared Leto) dedica su vida a la investigación médica para encontrar esa solución que erradique esa enfermedad. Cree encontrarla en los murciélagos. Pero la solución que le convierte en un cuerpo vigoroso y lozano dispone de un aciaga o siniestra contrariedad, ya que se convierte en necesaria la ingesta de sangre cada cuatro o seis horas. Y tendrá que buscar un modo de conseguirla que no implique el asesinato de otro ser humano. A diferencia de él, su amigo Lucien (Matt Smith) carece de escrúpulos por lo que no duda en matar a quien sea para nutrirse con su sangre. No importa el medio para conseguir el fin, mientras que Michael busca una solución que, para evitar ser frágil y vulnerable, no le convierta en un ser dañino.
Como en la reciente Doctor Strange en el multiverso de la locura, un personaje se enfrenta a la siniestra sombra de su necesidad de control y del desbocamiento de las emociones. La solución que encuentra Michael implica el peaje de la destrucción indiscriminada que, como en el caso del Doctor Strange, refleja también a nuestro sistema social (y su compulsión de control o de que la realidad se amolde a los propios deseos y las propias necesidades) y que, como doppelganger, encarna su amigo Lucien, el desbocamiento de las emociones que tornan su amargura y frustración en indiferente resarcimiento, no exento de satisfacción, pues complace la sensación de dominio. Como Abel, en Un pequeño mundo, Lucien opta por la posición de quien hace daño en vez de la de quien sufría daño por una enfermedad que le convertía un un cuerpo en proceso de rápido deterioro, y por tanto inexorable prematura muerte. Abel se justifica en la concepción de una circunstancia que cree ineluctable, por lo tanto su opción es la única que puede reportar supervivencia en un contexto hostil. Lucien representa la actitud que opta por la vía más fácil y cómoda, aunque implique corrupción o el ejercicio del daño a otros, para no ser la víctima o sufrir la amargura de la precariedad. La pulsión de poder o dominio no deja de ser un infeccioso virus. Nuestra bestia desbocada, indiferente por falta de consciencia y escrúpulos, como también representaba el alienígena de la también estimable obra previa de Espinosa, Life (2017), implacable variación metafórica del ácido alienígena de Alien (1979), de Ridley Scott, ya en su momento corrosiva metáfora del capitalismo corporativo. En el último plano de Un pequeño mundo, Nora intenta evitar que Abel prosiga con su tortura a otro chico mediante la asfixia con una bolsa de plástico (metáfora por otra parte de la asfixia vital que él sufre y que intenta contrarrestar asfixiando a otro). Se agarra a él, con un abrazo que intenta ser liberación del cautiverio de convertirse en otra resentida bestia dañina. En la secuencia final de Morbius, Michael mata a Lucien porque es el único modo de evitar que siga matando indiscriminadamente para gozar sin apuros ni incertidumbres (como Michael para conseguir suministro de sangre) de su vigorosa condición física, o lo que es lo mismo, de hacer lo que sea, incluso, matar, porque puede.
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