Con pocas obras, como con la sublime Había un padre (Chichi ariki, 1942), de Yasujiro Ozu, he sentido que el tiempo se escancia, y que se ha condensado el paso de una vida, como si fuera un soplo, un tránsito fugaz. Hay una secuencia central en la que en pocos planos se condensa la elipsis del paso de doce años, o se hace sentir esos años dedicados a una labor, en una fábrica textil, por parte del protagonista, Shuhei (Chishu Ryu). Una vida oculta, suspendida, e intercambiable, como esos planos de fachadas de edificios, con diversos ventanucos (que se repetirán en varios momentos con esa musicalidad serial característica de Ozu). Como ese equipaje tapado, último plano de la película, tras su muerte, en el tren. Cuántas cosas no quedan así en la vida, sin destapar, sin descubrir, sin realizar. Y cuántas permanecen en el insondable misterio, sin que logremos aprehenderlo, como el agua que se nos fuga entre los dedos de la mano. Aún así, queda la sensación del agua, el momento, ese aliento de plenitud breve.
Cuántas veces han surcado los trenes los planos del cine de Ozu. Unos niños, estudiantes, en primer término del encuadre, contemplan cómo, al fondo del encuadre, cruza un tren. Uno de los niños evoca su hogar, cómo el tren es el que le lleva a su hogar (y pedirá permiso para retornar). Ese hogar al que viajan en tren padre e hijo, cuando se dirigen a la ciudad natal del primero, tras que haya dejado de ser profesor. Un hogar que será provisional. Un proyecto de hogar compartido que no podrá realizarse, porque la muerte, la pérdida, quebrará todo cálculo, todo proyecto y anhelo. Un tren, al final, es en el que vuelve el hijo, con su esposa, aquella que su padre le ha encontrado, que le aconsejó como esposa, hacia su propio hogar. Un nuevo ciclo, otro ciclo, con el equipaje invisible, oculto, de los recuerdos, de lo que fue, de lo que no pudo ser, de lo que siempre se añorará.
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