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lunes, 16 de mayo de 2022

Había un padre

 

Con pocas obras, como con la sublime Había un padre (Chichi ariki, 1942), de Yasujiro Ozu, he sentido que el tiempo se escancia, y que se ha condensado el paso de una vida, como si fuera un soplo, un tránsito fugaz. Hay una secuencia central en la que en pocos planos se condensa la elipsis del paso de doce años, o se hace sentir esos años dedicados a una labor, en una fábrica textil, por parte del protagonista, Shuhei (Chishu Ryu). Una vida oculta, suspendida, e intercambiable, como esos planos de fachadas de edificios, con diversos ventanucos (que se repetirán en varios momentos con esa musicalidad serial característica de Ozu). Como ese equipaje tapado, último plano de la película, tras su muerte, en el tren. Cuántas cosas no quedan así en la vida, sin destapar, sin descubrir, sin realizar. Y cuántas permanecen en el insondable misterio, sin que logremos aprehenderlo, como el agua que se nos fuga entre los dedos de la mano. Aún así, queda la sensación del agua, el momento, ese aliento de plenitud breve.


Padre e hijo van pescar cuando este es niño, y años después, ya adulto. Sus movimientos con la caña de pescar se acompasan, hay simetría, hay conexión, el tiempo pasa pero sigue siendo ayer para ambos. Un momento de cercanía en una vida tramada sobre distancias. Shuhei y Ryohei han vivido separados. Su ansia ha sido poder vivir juntos. ¿Por qué esa fisura?. A la vida no se puede pretender controlarla. Los cálculos se desbaratan, se quiebran, cuando menos lo esperes. Buscas esa ecuación que se resuelva, pero quizá no exista. O quizás sí, pero hay que lograr advertirla. Shuhei era profesor de matemáticas. Un alumno falleció, ahogado, en un accidente, en una excursión del colegio. Hecho que quebró a Shuhei. ¿Cómo puede responsabilizarse de la vida de los hijos de otros?. Retornó a su ciudad natal, pero la búsqueda de la estabilidad material le lleva a Tokio, e implica la separación de su hijo. En repetidas ocasiones manifiesta que tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos. Shuhei entrega su vida al trabajo, a suministrar estabilidad material para su hijo, pero viven en la distancia (¿Hay miedo en ese poner distancia con su propio hijo aunque se responsabilice de su vida desde la distancia?). Y la vida pasa, se va, se pierde, como una filtración inadvertida, y sólo has podido vivir unos breves instantes de plenitud con tu hijo (el ritmo acompasado de las cañas de pescar) mientras vivías la vida para el futuro, para otros, o porque era la función que debías cumplir.

Cuántas veces han surcado los trenes los planos del cine de Ozu. Unos niños, estudiantes, en primer término del encuadre, contemplan cómo, al fondo del encuadre, cruza un tren. Uno de los niños evoca su hogar, cómo el tren es el que le lleva a su hogar (y pedirá permiso para retornar). Ese hogar al que viajan en tren padre e hijo, cuando se dirigen a la ciudad natal del primero, tras que haya dejado de ser profesor. Un hogar que será provisional. Un proyecto de hogar compartido que no podrá realizarse, porque la muerte, la pérdida, quebrará todo cálculo, todo proyecto y anhelo. Un tren, al final, es en el que vuelve el hijo, con su esposa, aquella que su padre le ha encontrado, que le aconsejó como esposa, hacia su propio hogar. Un nuevo ciclo, otro ciclo, con el equipaje invisible, oculto, de los recuerdos, de lo que fue, de lo que no pudo ser, de lo que siempre se añorará.

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