El viento ha borrado a la gente. Las calles y las casas están abandonadas. Todo está cubierto de la arena del desierto (…) Como un intruso, el viento se cuela en una casa vacía. Atraviesa una puerta abierta, que alguien dejó olvidada en una huida que parece apresurada (…) Este es un lugar muerto y borroso. Es un fantasma gigante hecho con casas de piedra sin librar; con polvo y suciedad. El espectral inicio de Un burrico, uno de los relatos que componen Malaventura (Impedimenta), del escritor español Fernando Navarro (1980), recuerda al del excelente western Chuka (1967), de Gordon Douglas, en el que un destacamento del ejercito de la Union se encontraba con un fuerte plagado de cadáveres. Y la telúrica fisicidad de sus descripciones, la relevancia de los elementos y el paisaje, la materia y los objetos, que es seña distintiva de todos los relatos, evoca otro western, Río Conchos (1964), la obra maestra de Douglas. Su protagonista, Lassiter, interpretado por Richard Boone, uno de los personajes más memorables que ha dado el género del western, podría ser uno de los protagonistas turbios, desesperados, siniestros, pero también ambivalentes, que abundan en Malaventura, como el personaje espectral que protagoniza ese relato, que evoca al que aparece, perfilándose como una difusa presencia en la calima, en la secuencia inicial de Infierno de cobardes (1973), de Clint Eastwood, esa figura ambivalente que no se sabe si es real, un supuesto hermano idéntico al sheriff que los habitantes permitieron que fuera asesinado por unos forajidos, o si es una figura sobrenatural que aparece para castigarles. Un detalle evidencia la singularidad de ese personaje que arrasa, en Un burrico, con toda un pueblo. Posó su mano -dibujos en los nudillos, una estrella, letras que forman palabras que no queremos repetir- sobre el lomo del burrico atado. Acarició su piel un instante. Le habló al oído.
Esos detalles, como contrapunto y contraste, dotan, en ocasiones, de doloroso lirismo a unos relatos atravesados por la aridez de los paisajes y las emociones, como si estas mismas quedaran cubiertas por el polvo, y no permitiera que los seres humanos pudieran culminar su conversión en humanos y quedaran, de ese modo, abocados a su condición de bestia, o simplemente seres truncados, por una inundación que arrasa con todo un pueblo, o por la imposibilidad de un amor por el hecho de ser primos. La violencia es reflejo de la naturaleza bestial del ser humano, pero también expresión de un grito que expresa la impotencia. O la constatación de una fatalidad que parece evidenciar que la vida se trama sobre la mera aleatoriedad. La muerte puede señalarte en cualquier momento, como en el relato sobre esa mujer barbero en un pueblo, una figura triste, indefinida, porque no se sabe de dónde viene, y porque su trayecto ha concluido en ese pueblo, como barbero. Unas lágrimas, por la única carta que recibe, sugieren meramente que ese pasado quizás se asemeje a una herida. Solo trajeron correo para ella una vez. Las mujeres del pueblo se inventaron que leyó aquella carta de solo dos páginas en silencio y se secó las lágrimas al acabar. Luego la rompió en trocicos y la quemó. Algunos días pienso que si el fuego no pudiera quemarme la piel, si yo fuera uno de esos héroes de los que hablan en los tebeos, hubiera podido recuperarla de las llamas sin dolor. Pegaría todos los trozos de la carta y la leería, sin decírselo a nadie.
Hay relatos, como Del mismito color del vino, protagonizados por quienes asumen que su condición solo puede ser la del ejercicio del daño y la crueldad, como si se plegaran a una inexorabilidad, como si fuera el reflejo de una tendencia preponderante en el ser humano, no una excepcionalidad. No es el cuerpo extraño, sino el cuerpo que evidencia, aun en forma extrema, la naturaleza de la bestia en el ser humano. Nunca fui un niño bueno. Aunque casi no fui un niño ni tampoco viví como un niño ni reí como un niño o jugué como juegan los niños más que los años justo de desarrollar y dejar salir a la calle lo que fuera que me habitara por dentro. Esa cosa turbia (…) No he sido un buen hombre: por qué serlo. Aunque he sabido parecer un buen hombre. Una sonrisa siempre falsa, fingida. Un gesto amable en el momento preciso. Una buena sarta de mentiras que llegan a parecer verdades. Es el hombre funcional, el hombre máquina, el hombre eficiente, el hombre que solo se preocupa de si mismo, como un automata que cumple su cometido. Es a la vez el cinismo y la negación: Ya sabeis que soy un mentiroso, no deberíais creer casi nada de lo que digo. Qué le hago yo si soy así (….) A veces me cuento mentiras a mí mismo también. Lo hace todo el mundo, ¿no?. No sé, es difícil aceptar las cosas cuando pasan. Ese reconocimiento del personaje como narrador no fiable evoca el de mi propia novela Desconocido, aunque en principio, esa no fiabilidad más bien deja patente que es una mentira como forma humana. Puede decir lo que sea conveniente para él. Pero, como en mi novela Desconocido, en su último tramo el mismo personaje se pone en cuestión a sí mismo, pero no en cuanto a la fiabilidad de lo que siente, sino, incluso, como realidad. Una actitud o mentalidad como la suya parece diluirse en la abstracción de lo irreal o virtual, como la noción de los demás y la realidad, mera pantalla funcional o prescindible. Pero en su caso, es el mismo vacío ontológico, la bestia en los añicos, o el temblor del agujero negro en el que nos podemos convertir. A veces no distingo entre algo que ha ocurrido y algo que está por ocurrir (…) No puedo verme reflejado en el cristal grande que devuelve la imagen del resto de los asientos y de los pasajeros de mi vagón. Pero, como se expone en Retrato de un cazaor, siempre queda, como el ruido de una funda en la calle polvorienta de un pueblo abandonado, la perturbadora evidencia de una incógnita que continua desbordándose desde el interior de los humanos de modo incontenible para infligir daño a los demás. Me pregunto qué fuerza misteriosa nos arranca de los hogares y nos lanza así a los campos, armados y con el rostro apretado: dispuestos a matar antes de que nos maten. Malaventura es el descarnado reflejo de la bestia que reside en nosotros.
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