Nos avergonzamos de nosotros mismos, nos reconciliamos. Los años pasan. En una elipsis, condensada una dinámica, que fue bucle, y un pasaje en una vida, una relación de pareja, un periodo breve que se sintió como una vida. No es un recurso expresivo que se utilice demasiado, tanto en la literatura como en el cine, y menos con tal potencia expresiva y significante. Es una frase que pertenece a uno de los relatos que constituyen Los chicos de mi juventud (Muñeca infinita), de la escritora estadounidense Jo Ann Beard (1955), relatos que focalizan en diferentes periodos de la vida de la propia escritora, su infancia, su adolescencia, o esa etapa adulta marcada por una relación marital, y por la decepción y separación consiguiente. El relato más extenso, el que da título al libro, conjuga ambos periodos en un brillante montaje alterno. Y destila una constatación, el aburrimiento como potencia generadora de desajustes y desencuentros y narrativas que se atropellan durante su descurso. El aburrimiento como uno de los más poderosos demiurgos o taumaturgos de la vida humana. Necesitamos el acontecimiento, por lo que, con cierta frecuencia, el desenfoque suele ser pasajero de vuelo. Y, en ocasiones, nos encontramos con que el viaje no es como esperábamos y nos encontramos despedidos, carbonizados como aquel pasajero del avión estrellado. El asiento había aterrizado en posición vertical y el pasajero, ligeramente carbonizado, estaba sentado tranquilamente con un brazo en cada apoyabrazos, más muerto que muerto.
El dominio del montaje, también una preciada excepción en literatura y cine, brilla sobremanera en sus dos más brillantes relatos, Coyotes y El cuarto estado de la materia. En el primero, un viaje en coche, un viaje marital, con pinchazos y derivas emocionales, un tránsito de el paisaje de las montañas invisibles del amor de Comobabi a las áridas llanuras del aburrimiento y la irritación (…) Eric se sume en la soledad de los auriculares y las constelaciones. Yo estoy encaramada al planeta Tierra, en la Vía Láctea, en quién sabe qué universo (...) Estoy sola dentro de mi piel y los bordes de todo que me rodea han comenzado a oscurecerse ligeramente, a rizarse y tostarse, son los inicios de la desintegración (…) No hay nada. Mientras, alrededor, en el paisaje, otros desplazamientos, otras dinámicas de vida, la de los coyotes. Las intersecciones pueden tener el sabor amargo de los reflejos que son más bien añicos. Es ensordecedor y salvaje, siento que el coyote esta ahí, conjurando la histeria de la oscuridad. Un lamento largo y quejumbroso.
En El cuarto estado de la materia, firmamentos y miradas. Las miradas de los fisicos espaciales, tipos cuyas vidas hacen tictac como un despertador que está a punto de sonar, aunque ninguno de nosotros lo sabe todavía. En el particular firmamento de la protagonista, el ático, los ruidos y ajetreos de las ardillas, una familia de funambulistas en casa. En el hogar, el deterioro del cuerpo de una de sus perras, y el amor que atraviesa como una daga la consciencia de una inminente muerte. En el exterior, el desquiciamiento humano, la mirada que se torna remolino en sí misma porque es incapaz de discernir ni mirar con la templanza necesaria y arrasa con las balas de su amargura la vida de los que exploraban con su mirada el espacio exterior. El cielo está lleno de hombres muertos que van a la deriva en la oscuridad como globos de helio. Unos ojos se cierran y aprietan y disparan, y otros ojos, los de la perra que ama con la entrega que no se detiene aunque ya sus piernas no respondan, no saben de fronteras ni de cercos ni alambradas, como la belleza conmovedora de este relato.
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