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viernes, 12 de noviembre de 2021

Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida (Sexto piso), de John Gray

                           

Los gatos son felices siendo ellos mismos, mientras que los humanos intentan alcanzar la felicidad huyendo de sí. Esa es la mayor diferencia entre los gatos y las personas (…) Los seres humanos son criaturas autoescindidas que dedican la mayor parte de la vida a actividades de sublimación (…) Los gatos no planifican su vida: la viven según se les presenta. Los humanos no pueden evitar convertir la suya en relato (…) Atemorizados por la finitud de sus vidas, los seres humanos inventaron religiones y filosofías en las que el sentido de sus vidas no se interrumpa tras estas (…) los relatos que ellos mismos han fabricado para sí toman entonces el control, y las personas pasan así sus días en este mundo tratando de ser el personaje que han inventado. El escritor británico John Gray, en el magnífico ensayo Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida (Sexto piso) contrasta o contrapone la actitud, o forma de habitar la realidad, de los humanos con la de los gatos. Es una forma de exponer cuán retorcida es la especie humana o cuánto nos hemos complicado la vida desde el principio de los tiempos. Los seres humanos necesitan distraerse de sí mismos, enajenarse con sublimaciones o rituales, huir de la confrontación consigo mismos, quizá simplemente porque no saben qué hacer consigo mismos (como si el acontecimiento no pudiera residir en nosotros mismos).  La circunstancia vivida en los momentos más críticos de la pandemia corroboraba la frase de Pascal, que Gray menciona en varias ocasiones: los seres humanos no saben sentarse quietos en una habitación. Más bien se ha definido por lo que Gray califica como una serie de contorsiones involuntarias. El ser humano se ha enredado con construcciones conceptuales, sea mediante la religión o la filosofía, para establecer unas coordenadas que doten de sentido a este trayecto que se llama vida, como si además, de ese modo, sentido y felicidad pudieran entrelazarse cuando el primero fuera vislumbrado. El ser humano ha generado relatos, que no dejan de ser ilusiones con apariencia de respuestas, porque no sabe desenvolverse con las incógnitas y las interrogantes (y estas están relacionadas con el asombro).

El yo con el que los humanos se identifican es una construcción de la sociedad y la memoria (…) los otros animales no comparten sus vidas con semejante espectro. La mayoría carece de una imagen de sí mismos. Para ellos, la supervivencia no significa la continuación de la existencia de un yo imaginado, sino la de la vitalidad de su cuerpo. Somos tan autoconscientes como fácilmente sugestionables y moldeables (como cuerpo de ser social). Como criaturas sociales nos formamos como identidades con una serie de expectativas, que disponen de una condición programática, pero con el desarrollo de la película de la vida irrumpen los conflictos entre lo que se suponía que uno es o debe desear y necesitar y lo que realmente necesita o desea. Supuestos entran en conflicto con querencias, que puede tornarse colapso, con las ansiedades, síntoma de un desajuste o insatisfacción entre el papel que se supone que deben cumplir o el guion de vida al que ajustarse y lo que sienten (lo que el cuerpo emocional clama): el peón del sistema se topa con una brecha que no sabe cómo codificar: el estado de alarma reclama una reestructuración de la forma de habitar la realidad. Vivir como gatos que son ya es sentido de la vida suficiente para ellos. Los humanos, sin embargo, no pueden evitar buscar un significado que trascienda sus propias vidas (…) Los gatos no necesitan autoexaminar sus vidas, porque no dudan de que vivir valga la pena. La autoconsciencia humana ha generado esa agitación perpetua que la filosofía ha intentado en vano mitigar. Y decir filosofía es decir la religión o el psicoanálisis u otros modos de intentar insuflar o implantar un sentímiento una armonía, una comprensión que implique además solución, arreglo, el reajuste de una avería en un sistema, porque somos criaturas más cercanas al mecanismo, cual autómatas, que cualquier otro animal. Los seres humanos pueden ser más intercambiables que los gatos. Cada uno es singularmente él mismo y tiene de más de individuo que muchos seres humanos. Y desde luego, son menos crueles que los humanos. Los humanos pueden ser más irreflexivos que ningún otro animal. No hay bestia como el ser humano.

El gato, a lo largo de la historia,  ha representado extremas consideraciones. Es como una incógnita que puede ser cualquier posibilidad. Han sido divinizados pero también han sido considerados manifestaciones de lo siniestro, perseguidos, y sufrido masacres. También han sido considerados, como cualquier otro animal, seres sin alma, por lo tanto sin capacidad de sufrimiento (una negación conveniente para seguir viéndolos como mero alimento o como meros seres funcionales de carga, transporte o vigilancia). El mismo autor del Pienso luego existo, René Descartes, realizaba experimentos para probar que los animales no sienten lanzando gatos por la ventana. Puede que el odio a los gatos sea una cuestión de envidia. Muchos seres humanos llevan vidas de reprimido sufrimiento. Torturar a otras criaturas es un consuelo, pues con ello se les infligen a estas padecimientos aún peores  (…) se ensañan porque saben que no son infelices como ellos (…) mientras que los gatos viven siguiendo su naturaleza, los humanos viven reprimiendo la suya. Los seres humanos se complican mucho la vida en el territorio de los deseos y los sentimientos. Por algo un concepto como inteligencia emocional dispone de relevancia después de tantos siglos de despropósitos, desencuentros e inconsistencias en ese territorio, en el que aún las emociones y los deseos nos desbordan (o paralizan). En cambio, los gatos no aman para distraerse de la soledad, el aburrimiento o la desesperanza. Aman cuando el impulso los lleva a hacerlo, y cuando disfrutan de esa compañía. Cuántas veces creemos amar o desear a alguien cuando no es sino el deseo de estar con alguien, por necesidad de amar, o paliar el aburrimiento vital. Los pasajes relacionados con el amor a los gatos de Patricia Highsmith y Mary Gaitskill, reflejan la singularidad de esa relación amorosa entre humanos y animales que carece de los retorcimientos de las relaciones entre los humanos, exenta de crueldades y mezquindades. Estaba despojado de toda vanidad y crueldad, también de todo remordimiento y arrepentimiento, sentimientos que siempre entran en juego en el amor entre personas (…) el amor que los animales sienten por nosotros y el que sentimos por ellos no es tan retorcido. Al respecto, el gato dispone de una cualidad singular entre cualquier otra de las especies consideradas como mascotas. Quizá sean ellos los que nos han domesticado a nosotros y no nosotros a ellos. Gray apunta que una de las razones puede ser el hecho de que no es un animal gregario, como lo es el ser humano. No hay manadas, rebaños, bandadas ni congregaciones felinas. Que los gatos no reconozcan a ninguno de los suyos como líder puede ser uno de los motivos por lo que no se someten a los humanos.
Es un animal, motivo por el que también resulta inquietante para algunos, cuyo estado de quietud puede ser perturbador. Su capacidad de observación parece inagotable, todo parece llamar la atención. Todo movimiento parece un hecho inaudito, algo de lo que preguntarse por su misma naturaleza. Convivir con un gato implica convivir con la interrogante del asombro, mientras que el ser humano tiende a buscar el entumecimiento de las confortables respuestas. En realidad, el mundo interior de los gatos tal vez sea más lúcido y vívido que el nuestro. Sus sentido son más agudos y su atención cuando están despiertos no está nublada por ensoñación alguna. (…) la falta de ego de los felinos tiene algo en común con la <<ausencia mental>> típica de la tradición zen. Quien alcanza ese estado ausente no pierde su mente. <<Ausencia mental>> significa ausencia de distracciones, es decir, estar plenamente  absorto en lo que se está haciendo. En los seres humanos, ese estado rara vez es espontáneo. Por añadidura, hay algo que siempre he pensado de este animal que cuando duerme parece que su semblante despliega la sonrisa del infinito. Parecen criaturas que han nacido para ser acariciadas. El ser humano dispone de ese privilegio, frente a otras especies, pueden acariciar. Con los gatos parece que la caricia alcanza uno de sus estados más depurados (para ellos y para quien les acaricia), y nos confronta con una de las evidencias más manifiestas, que bien podría considerarse el núcleo de la vida: Para los humanos, la contemplación es una ruptura con su vivir diario, para los gatos, es la sensación de la vida misma (…) los gatos nos enseñan que perseguir un sentido es como buscar la felicidad, una distracción. El sentido de la vida es una sensación táctil o un olor que llega por casualidad y, antes de que hayas dado cuenta, ya se ha ido.

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