Los gatos son felices
siendo ellos mismos, mientras que los humanos intentan alcanzar la felicidad
huyendo de sí. Esa es la mayor diferencia entre los gatos y las personas (…) Los
seres humanos son criaturas autoescindidas que dedican la mayor parte de la
vida a actividades de sublimación (…) Los gatos no planifican su vida: la viven
según se les presenta. Los humanos no pueden evitar convertir la suya en relato
(…) Atemorizados por la finitud de sus vidas, los seres humanos inventaron
religiones y filosofías en las que el sentido de sus vidas no se interrumpa
tras estas (…) los relatos que ellos mismos han fabricado para sí toman
entonces el control, y las personas pasan así sus días en este mundo tratando
de ser el personaje que han inventado. El escritor británico John Gray, en
el magnífico ensayo Filosofía felina.
Los gatos y el sentido de la vida (Sexto piso) contrasta o contrapone la
actitud, o forma de habitar la realidad, de los humanos con la de los gatos. Es
una forma de exponer cuán retorcida es la especie humana o cuánto nos hemos
complicado la vida desde el principio de los tiempos. Los seres humanos
necesitan distraerse de sí mismos, enajenarse con sublimaciones o rituales,
huir de la confrontación consigo mismos, quizá simplemente porque no saben qué
hacer consigo mismos (como si el acontecimiento no pudiera residir en nosotros
mismos). La circunstancia vivida en los
momentos más críticos de la pandemia corroboraba la frase de Pascal, que Gray
menciona en varias ocasiones: los seres humanos
no saben sentarse quietos en una habitación. Más bien se ha definido por lo
que Gray califica como una serie de contorsiones
involuntarias. El ser humano se ha enredado con construcciones conceptuales,
sea mediante la religión o la filosofía, para establecer unas coordenadas que
doten de sentido a este trayecto que se llama vida, como si además, de ese
modo, sentido y felicidad pudieran entrelazarse cuando el primero fuera
vislumbrado. El ser humano ha generado relatos, que no dejan de ser ilusiones
con apariencia de respuestas, porque no sabe desenvolverse con las incógnitas y
las interrogantes (y estas están relacionadas con el asombro).
El yo con el que los
humanos se identifican es una construcción de la sociedad y la memoria (…) los
otros animales no comparten sus vidas con semejante espectro. La mayoría carece
de una imagen de sí mismos. Para ellos, la supervivencia no significa la
continuación de la existencia de un yo imaginado, sino la de la vitalidad de su
cuerpo. Somos tan autoconscientes como fácilmente sugestionables y
moldeables (como cuerpo de ser social). Como criaturas sociales nos formamos
como identidades con una serie de expectativas, que disponen de una condición
programática, pero con el desarrollo de la película de la vida irrumpen los
conflictos entre lo que se suponía que uno es o debe desear y necesitar y lo
que realmente necesita o desea. Supuestos entran en conflicto con querencias,
que puede tornarse colapso, con las ansiedades, síntoma de un desajuste o
insatisfacción entre el papel que se supone que deben cumplir o el guion de
vida al que ajustarse y lo que sienten (lo que el cuerpo emocional clama): el
peón del sistema se topa con una brecha que no sabe cómo codificar: el estado
de alarma reclama una reestructuración de la forma de habitar la realidad. Vivir como gatos que son ya es sentido de la
vida suficiente para ellos. Los humanos, sin embargo, no pueden evitar buscar
un significado que trascienda sus propias vidas (…) Los gatos no necesitan
autoexaminar sus vidas, porque no dudan de que vivir valga la pena. La
autoconsciencia humana ha generado esa agitación perpetua que la filosofía ha
intentado en vano mitigar. Y decir filosofía es decir la religión o el
psicoanálisis u otros modos de intentar insuflar o implantar un sentímiento una
armonía, una comprensión que implique además solución, arreglo, el reajuste de
una avería en un sistema, porque somos criaturas más cercanas al mecanismo,
cual autómatas, que cualquier otro animal. Los
seres humanos pueden ser más intercambiables que los gatos. Cada uno es
singularmente él mismo y tiene de más de individuo que muchos seres humanos.
Y desde luego, son menos crueles que los humanos. Los humanos pueden ser más irreflexivos que ningún otro animal. No
hay bestia como el ser humano.
El gato, a lo largo de la historia, ha representado extremas consideraciones. Es
como una incógnita que puede ser cualquier posibilidad. Han sido divinizados
pero también han sido considerados manifestaciones de lo siniestro, perseguidos,
y sufrido masacres. También han sido considerados, como cualquier otro animal,
seres sin alma, por lo tanto sin capacidad de sufrimiento (una negación
conveniente para seguir viéndolos como mero alimento o como meros seres
funcionales de carga, transporte o vigilancia). El mismo autor del Pienso luego
existo, René Descartes, realizaba experimentos para probar que los animales no
sienten lanzando gatos por la ventana. Puede
que el odio a los gatos sea una cuestión de envidia. Muchos seres humanos
llevan vidas de reprimido sufrimiento. Torturar a otras criaturas es un
consuelo, pues con ello se les infligen a estas padecimientos aún peores (…) se ensañan porque saben que no son
infelices como ellos (…) mientras que los gatos viven siguiendo su naturaleza,
los humanos viven reprimiendo la suya. Los seres humanos se complican mucho
la vida en el territorio de los deseos y los sentimientos. Por algo un concepto
como inteligencia emocional dispone de relevancia después de tantos siglos de
despropósitos, desencuentros e inconsistencias en ese territorio, en el que aún
las emociones y los deseos nos desbordan (o paralizan). En cambio, los gatos no aman para distraerse de la
soledad, el aburrimiento o la desesperanza. Aman cuando el impulso los lleva a
hacerlo, y cuando disfrutan de esa compañía. Cuántas veces creemos amar o
desear a alguien cuando no es sino el deseo de estar con alguien, por necesidad
de amar, o paliar el aburrimiento vital. Los pasajes relacionados con el amor a
los gatos de Patricia Highsmith y Mary Gaitskill, reflejan la singularidad de
esa relación amorosa entre humanos y animales que carece de los retorcimientos
de las relaciones entre los humanos, exenta de crueldades y mezquindades. Estaba despojado de toda vanidad y crueldad,
también de todo remordimiento y arrepentimiento, sentimientos que siempre
entran en juego en el amor entre personas (…) el amor que los animales sienten
por nosotros y el que sentimos por ellos no es tan retorcido. Al respecto,
el gato dispone de una cualidad singular entre cualquier otra de las especies
consideradas como mascotas. Quizá sean ellos los que nos han domesticado a
nosotros y no nosotros a ellos. Gray apunta que una de las razones puede ser el
hecho de que no es un animal gregario,
como lo es el ser humano. No hay manadas, rebaños, bandadas ni congregaciones
felinas. Que los gatos no reconozcan a ninguno de los suyos como líder puede
ser uno de los motivos por lo que no se someten a los humanos.
Es un animal, motivo por el que también resulta inquietante
para algunos, cuyo estado de quietud puede ser perturbador. Su capacidad de
observación parece inagotable, todo parece llamar la atención. Todo movimiento
parece un hecho inaudito, algo de lo que preguntarse por su misma naturaleza.
Convivir con un gato implica convivir con la interrogante del asombro, mientras
que el ser humano tiende a buscar el entumecimiento de las confortables
respuestas. En realidad, el mundo
interior de los gatos tal vez sea más lúcido y vívido que el nuestro. Sus
sentido son más agudos y su atención cuando están despiertos no está nublada
por ensoñación alguna. (…) la falta de ego de los felinos tiene algo en común
con la <<ausencia mental>> típica de la tradición zen. Quien
alcanza ese estado ausente no pierde su mente. <<Ausencia mental>>
significa ausencia de distracciones, es decir, estar plenamente absorto en lo que se está haciendo. En los
seres humanos, ese estado rara vez es espontáneo. Por añadidura, hay algo
que siempre he pensado de este animal que cuando duerme parece que su semblante
despliega la sonrisa del infinito. Parecen criaturas que han nacido para ser
acariciadas. El ser humano dispone de ese privilegio, frente a otras especies,
pueden acariciar. Con los gatos parece que la caricia alcanza uno de sus
estados más depurados (para ellos y para quien les acaricia), y nos confronta
con una de las evidencias más manifiestas, que bien podría considerarse el núcleo
de la vida: Para los humanos, la
contemplación es una ruptura con su vivir diario, para los gatos, es la
sensación de la vida misma (…) los gatos nos enseñan que perseguir un sentido
es como buscar la felicidad, una distracción. El sentido de la vida es una
sensación táctil o un olor que llega por casualidad y, antes de que hayas dado
cuenta, ya se ha ido.
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