Calle River 99 (99
River Street, 1953), de Phil Karlson, es una obra impulsada por la urgencia,
tensión y crudeza, como si mantuviera en un permanente límite, o contra las
cuerdas, como ya marca la primera secuencia, un combate de boxeo planificado
con descarnada fisicidad que no tiene nada que envidiar a otros más afamados,
como esta obra no desmerece de otras señeras obras del cine negro con mayor
reconocimiento. Un combate en el que el éxito, que parecía ya entrever con la
victoria por cómo dominaba a su contrario, se vio frustrado por un herida en
una ceja que entorpecía con la sangre su visión. Tres años después de aquella
derrota, como si se hubiera congelado el tiempo y no hubiera avanzado, Driscoll
(John Payne) se siente contra las cuerdas en una circunstancia vital que parece
colapsada, tanto en su misma relación marital como en su dedicación
insatisfactoria como taxista. Una circunstancia extrema, en la que se sentirá
contra las cuerdas, incluso para peligro de su vida, será la que le libere a
través de la convulsa montaña rusa de situaciones en las que se verá envuelto
en la noche en la que transcurre la acción de esta febril e inspirada obra,
basada en una historia de George Zuckerman, convertida en guion por Robert
Smith.
Una frágil línea puede separar el éxito de la precipitación en el abismo de la irrelevancia. Una línea escurridiza como un hilo de sangre. Driscoll pudiera haber sido campeón, si una herida en un ojo no se lo hubiera imposibilitado cuando, en ese combate inicial, estaba ganando por puntos. Una brillante elipsis nos traslada en el tiempo: De un primer plano de su rostro magullado, literalmente pendiendo de las cuerdas, se pasa a unas imágenes que, en ralentí, en un pase televisivo que contempla el propio Driscoll, repiten el instante en el que le abrió su contrincante la herida. Driscoll es ahora taxista, y sufre los reproches de su esposa, Pauline (Peggy Castle), por seguir hurgando en el pasado, y por ser un fracasado, por mucho que él insista en la posibilidad de comprar una gasolinera para recuperarse. Sin duda, ya bien puntuado desde estas secuencias, la propia vida es un cuadrilátero en el que, como dice él, cuando te golpean debes responder más fuerte, y en el que no sólo se mata de golpe sino lentamente, pulgada a pulgada (como pasa en su relación). Driscoll parece estar en el límite de resistencia, ese en el que puedes reaccionar de cualquier modo, con los nervios a flor de piel, dominado por la visceralidad, hecha de rabia y frustración. El uso del sonido (de los combates pasados) en la secuencia en la que Driscoll acude al gimnasio para pedir a su antiguo manager que le vuelva a conseguir combates (como reflejo de su necesidad de descarga de agresividad y de búsqueda de una salida) se hace eco de esa sensación de callejón sin salida vital.
Todo parece complicarse, como si la vida le colocará en la situación límite, contra las cuerdas, en un entorno donde domina el engaño y simulación, desde el de su misma esposa con otro hombre, un atracador de joyas, Rawlins (Brad Dexter), enfrentado a quienes deben pagarle por esas joyas robadas, hasta su amiga Linda (Evelyn Kayes), aspirante actriz. Varias magníficas secuencias ejercen de descarnados reflejos en relación a la cuestión de la representación, de la simulación, con un incisivo grado reflexivo sobre la misma. Linda le pide que le ayude a solventar una delicada situación, el crimen que ha cometido, cuya víctima es un director teatral que la sometía a una prueba, y que tiene un giro sorprendente, que Karlson ya sugiere por cómo planifica el momento, mediante un largo y gran primer plano sobre Linda, quien narra sobre el escenario el hecho con desesperada intensidad: Todo es una representación, una escenificación para probar a un director teatral que es la actriz adecuada para el papel. Pero la inconsciente crueldad de esta representación resulta más dolorosa por cuanto Driscoll acaba de ser testigo del engaño de su esposa (a la que ha visto besarse con Rawlins, precisamente, a través del reflejo en un espejo). En un nuevo retorcido giro de reflejos, será junto a Linda (que ha insistido en que la perdone por su inconsciencia) cuando descubra, en el interior de su taxi, el cadáver de Pauline (un cadáver real que es utilizado como recurso escénico incriminatorio, por parte de Rawlins, para que Driscoll sea inculpado del crimen). El espejo también adquiere relevancia en ese ingenioso plano en el que, en primer plano, vemos la pierna de Pauline sobre una silla, mientras se ajusta una media, y entre sus piernas, en el reflejo del espejo, a Rawlins. En una secuencia posterior Linda recurrirá a sus dotes de actriz en una secuencia de real peligro cuando intente seducir a Rawlins en un bar, para entretenerle, en espera de la irrupción de Driscoll (con ese estupendo plano en el que sosteniendo su cigarrillo en la boca lo enciende con el que sostiene él en la suya). En la última secuencia, en unos nocturnos muelles, tiene lugar la redención o segunda oportunidad de Driscoll (cuyo reflejo es la repetición de un plano sobre su rostro: en la primera secuencia sobre las cuerdas tras ser abatido, ahora sobre las cadenas de una pasarela), con una intensidad (haciendo brillante uso del recurso de la voz interior de Driscoll) equiparable a la de otro gran final en un nocturno muelle, el de la excepcional Raw deal (1948) de Anthony Mann.
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