The war game (1965), de Peter Watkins, fue una producción de
la BBC que la cadena televisiva inglesa desestimó emitir porque su crudeza, la
crudeza de su horror, se consideraba excesiva, en cuanto, superaba los
habituales filtros amortiguadores de representación de la muerte y la destrucción.
No era solo una cuestión de visibilización de la destrucción física, sino
primordialmente por su contundente y descarnada atmósfera de horror vital. Miraba,
y exponía, de frente el horror de las consecuencias de la explosión de una
bomba atómica, pero también otras actitudes sociales conectadas, como la falta
de solidaridad, o la concepción de la realidad como abstracción (los otros, los
que se cosifican como enemigos, son una abstracción, como todo conflicto de
rivalidad una abstracción en un tablero mental, ideológico). Al respecto, era
una obra incómoda en el contexto de la Guerra fría y los posicionamientos (y la
BBC era la proyección mediática del Gobierno, entonces laborista, y las
elecciones estaban próximas). The war game se estrenó en los cines, pero tardó
veinte años en emitirse en la BBC, coincidiendo con el cuarenta aniversario de
la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, o más bien, cedió a las
presiones del gobierno británico, laborista, que había modificado su política
nuclear, ya que un año antes había realizado un manifiesto sobre el desarme.
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miércoles, 24 de febrero de 2021
The war game
The war game ganó el Oscar al mejor documental, aunque más
bien sea una ficción que utiliza los recursos lingüísticos del documental. O
dicho de modo más preciosa, difumina sus límites. Al fin y al cabo, Watkins
también quiere poner en cuestión la noción de realidad. Por un lado, Está la realidad conveniente, la realidad pantalla, la instituida, la que
intentan mediatizar los poderes fácticos, como se quiere dejar en evidencia con
las entrevistas, ficcionalizadas pero basadas en declaraciones reales, a
estrategas nucleares, o altas instancias del clero que apoyaban la política
armamentística nuclear. O a transeúntes, en los primeros pasajes, a los que se
pregunta sobre su conocimiento del efecto de ciertos componentes químicos o qué
efectos puede tener una explosión nuclear. Las contestaciones reflejan una
ignorancia que a su vez revela cómo se mediatiza mediante las capciosas
aserciones y omisiones de los estamentos del poder. Pantalla, por tanto, que es
rasgada con la herida de lo real, la
cruda representación, o recreación, que Watkins realiza de las desoladoras
consecuencias en los cuerpos tras una explosión nuclear. O el cuerpo que
desgarra la pantalla. The war game es ficción especulativa, imaginaria, que
escenifica lo que podría ocurrir, o cómo podría ocurrir, si cayera una bomba
nuclear en Inglaterra. Escenificación que también es reconstrucción ya que se
inspira en los devastadores efectos de las bombas en la segunda guerra mundial,
no sólo las nucleares en Hiroshima, o
Nagasaki, sino también en los bombardeos de Dresde o Hamburgo. Lo que puede ser
ya ha sido, y puede volver a repetirse de modo amplificado.
Una voz sirve de hilo conductor, una voz que recurrentemente
insiste, como letanía, en que es lo que podría ocurrir si hubiera una guerra
nuclear. Porque en aquellos años la amenaza se había intensificado. Lo posible
ya parecía probable. Dos obras, en concreto, alcanzaron resonancia, Teléfono
rojo ¿volamos hacia Moscú? (1964), de Stanley Kubrick, más satírica, Punto límite (1964), de Sidney Lumet, más
severa y densa, la cual incidía en otro aspecto que aquí también se remarca en
cierto momento: la ignorancia de la gente también se evidencia en cómo
contemplan que deberían responder si les bombardearan. Consideran que del mismo
modo, como si en su esquema mental funcionara el resorte visceral de la
rivalidad y la venganza (y a la vez, como si vivieran la realidad como una
pantalla, desde la distancia). Reacción, la necesidad de venganza, que también se
expresó, tras el atentado a las Torres Gemelas en el 2001, incluso por ciudadanos
españoles (como si también hubiéramos recibido la agresión por extensión, como
si fueran enemigos comunes). Tendencia humana ombliguista y visceral que la
obra de Lumet abría en canal con contundencia cuando el presidente de los
Estados Unidos debía decidir si, tras provocar, por un error, la explosión de
una bomba nuclear en una ciudad rusa, debía permitir hacer lo propio con una
estadounidense para evitar una guerra. Y lo hacía. Watkins destripa el muñeco
de peluche, es decir, esa noción conveniente de que la guerra es un juego, de
que los países son rivales en un tablero con los que se puede jugar como
piezas, sin ser conscientes de los efectos en las personas que lo habitan. Evidencia
de modo patente cómo los cuerpos serían dañados. Watkins detalla los efectos de
las explosiones en los cuerpos, cómo los abrasan y desfiguran, cómo los
devastan en su sentido amplio. Lo real es arrasado. Y los supervivientes se
convierten en espectros, figuras dolientes de emociones carbonizadas. Rostros
desolados que tienen que quemar los cadáveres que encuentran en las ruinas,
rostros que claman por una dignidad perdida antes de ser fusilados por rebelarse
contra las figuras que representan el poder que nada resuelve. A la pregunta de
qué quieren ser de mayores, unos niños que han sufrido los efectos de la
radiación, contestan que no quieren ser nada. En nada convierte una guerra
nuclear, en nada convierte una explosión nuclear. En nada convierten a los
ciudadanos las interesadas decisiones de quienes detentan el poder, porque no
son cuerpos, sino piezas de un juego. Watkins abrasa su inconsecuencia con su
aguda y magistral elocuencia.
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