Un par de cómicos es la segunda de las obras que conforman la Trilogía de Hollywood, que integran The True Life Story of Jody McKeegan (1975) y Turnaround (1981). Carpenter había escrito guiones para un par de películas, The forty hour mile (1970), de Gene Levitt y Payday (1973), de Daryl Duke, y un capítulo de las series El gran Chaparral y The outsider. Un par de cómicos se publicó originariamente en 1979. Sus dos protagonistas son dos comediantes formados en los sesenta que, tras actuar en clubs y en programas televisivos, se convierten durante los setenta en figuras de cierto éxito. Una película al año y las actuaciones en Las Vegas durante el mes de agosto son la red sobre la que se sostiene su carrera. Pero su vida realmente, no se sostiene sobre ninguna red. Ni menos la impulsa. La narración comienza con la desaparición de uno de ellos, Jim. La narración prosigue con la evocación que realiza el otro, Dave, una evocación fragmentada, como fracturada está su vida, carente de una brújula definida. Quien desaparece, en cierto momento, desnudo en la habitación de una casa que no es suya se entrega a una quejumbrosa letanía sobre que si la vida era dolorosa, que si la vida era aburrida, levantarse por la mañana era como salir arrastrándose de debajo de un montón de basura. Su vida es una sucesión de carambolas sin dirección, entre fiestas en las que ligan, sobre todo Jim, con múltiples mujeres, en un estado constante de embriaguez que implica una neutralización de la memoria, como si no vivieran en el tiempo, y su presente fuera una dimensión aparte, una mera coctelera que transmite una engañosa sensación de movimiento. Pero el tiempo siempre abre brechas, incluso aunque la vida se asemeje a una centrifugadora.
Se dejan llevar por esa corriente que parece posibilitar que su vida sea una
mullida sucesión de circunstancias placenteras, pero su insatisfacción es
palpable. Jim contempla en una casa, más bien mansión, los múltiples
vestidores, como si cada prenda se multiplicara por cien, y exclama que me da nauseas todo este descalabro doméstico.
Entierran en lo alto de un monte al abuelo de Dave, una muerte que suscita en
él un torrente de lágrimas que parecen catalizar la desesperación contenida.
Arrojan fuera de la carretera a una camioneta desde la que disparan a las aves.
Y entretanto, conocen más mujeres, con alguna de las cuales creen inclusive que
se enamoran. Aunque quizá se cuelgn
como si necesitara sentir algo especial por alguien en esa deriva en la que
todo parece tan indistinguible e intercambiable, tan fácil y tan mullido, como
si desplazaran en una nube. En cierta ocasión conversan sobre un tejado, lo que
refleja su desubicación, la falta de cimientos sólidos de una vida
insatisfactoria, cual superficie tan liviana, rebosante de placeres, con la crema de los egocéntricos, con la que
sienten que encajar a la perfección (y se lo dicen a sí mismos con ácida
causticidad), que parece grata y radiante. Pero es una ilusión, como las
películas que protagonizan o las representaciones en las que actúan. La misma
narración adopta esa doble vertiente, esa doble capa de narración que en su
superficie parece un ligero discurrir, sin trama, incluso deshilachada, pero
así es, o así sienten su vida. Una apariencia risueña que contiene una entraña
sombría. Una apariencia en movimiento para una entraña paralizada. De hecho, su
primer éxito en el escenario se basó en un equívoco. Dave, por la embriaguez,
se quedó paralizado en el escenario, pero su parálisis comenzó a suscitar las
risas. Su colapso se convertiría en marca de estilo de la pareja. Así son sus
vidas, una parálisis que parece un frenesí.
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