Una película con una
sonrisa, y quizás una lágrima. Es la frase con la que se inicia El chico (The kid, 1921), la opera
prima de Charles Chaplin. Un quizá que no puede disimular la capacidad del
cineasta para suscitarla, dado sus conocimientos de los resortes de los
melodramas folletinescos (patrón dickensiano), ese melo que tan bien dominaba
como también ejemplificaba el lirismo de sus composiciones musicales, con
melodías tan retentivas. Efusividad emotiva que alcanzaría sus más altas cotas
en Luces de la ciudad (City lights,
1931) y Candilejas (Limelight, 1952).
También hay que destacar, de ahí también el porqué de ese quizá, que no era
nada usual entonces las obras que combinaran comedia y drama. Chaplin gestó la
idea cuando su primera esposa, Mildred Harris, estaba embarazada, aunque diez
antes de iniciarse el rodaje en agosto de 1919, el bebé, que había nacido con
malformaciones, falleció tres días después de su nacimiento (un matrimonio
gestado con una falsedad, ya que ella le había indicado que estaba embarazada,
hecho que no era cierto; la pareja se separaría en 1920). La obra conjuga la
sensación de orfandad, o intemperie vital con el voluntarioso talante
bienhechor o carácter protector angélico (el propio personaje de Charlot
adquiere la condición de ángel custodio) que insufla un ánimo de restitución,
de resistencia ante las adversidades y precariedades irremediables de la vida.
En su inicio se refleja su habilidad para transitar el extremo filo del folletín, tramado sobre los retorcidos hilos de los azares e infortunios. Una mujer, interpretada por Edna Purviance, abandona un hospital de caridad con un bebé recién nacido; abandona el niño en el interior del coche de una familia pudiente, pero, casualidad, dos ladrones roban el coche; cuando, tras detenerse en un barrio pobre, que transpira sustracción (áridos descampados y chamizos deslustrados) oyen berrear al bebé, lo abandonan junto a unas basuras; la madre, desconsolada, se arrepiente y decide recuperar al niño, desmayándose cuando el sirviente de la mansión le dice que han robado el coche;quien encontrará al bebé será Charlot (presentado como una figura en profundidad de campo en un callejón al que un vecino basura arroja desde su ventana); tras dos fracasados intentos de colgar el bebé a otros, decide adoptarlo. Entremedias, un ejemplo del ingenio creativo de Chaplin: Nos presenta al padre del bebé, un pintor, que observa la fotografía de la madre, que deja sobre la repisa de la chimenea; al volverse, no se da cuenta de que cae sobre el fuego; la coge, y la sacude para apagar la llama, pero cambia de opinión y la vuelve a tirar al fuego. No se puede ser más descarnadamente preciso para definir a ese personaje y sus forma de ser y sentir. El resto de la narración transcurrirá cinco años después. Chaplin demostrará ese talento, que complejizará en futuras obras, de navegar (tal es su afinado fluir) entre lo cómico y lo dramático sin que chirríen nunca sus junturas narrativas.
Una vida deshilachada se intenta recomponer con roturas. Charlot utiliza la picaresca para ganarse la vida. Destruye para que requieran sus servicios reparadores. Para que le contraten como cristalero, primero hay que provocar la necesidad. Por eso, primero el chico (Jackie Coogan,), ya con cinco años, las rompe a base de pedradas, para que luego aparezca casualmente; con una de las clientes, juega con habilidad con el uso como gag del ritornello: juega, flirteando, con el brazo de una clienta sobre su hombro, pero la segunda ocasión nos será su brazo sino el del marido, además policía. Charlot evidencia sus habilidades como padre con recursos de bricolaje paternal: sostiene al bebé con unos arneses, con una cafetera como biberón, y manufactura unos pañales; convierte su manta en un poncho cuando se levanta de la cama cada mañana. Además, reparte todo equitativamente con su hijo: incluso corta por la mitad una tortita para que tengan la misma cantidad: todo un ejemplar señor padre. Chaplin evidencia su dominio del dinamismo narrativo en la secuencia en la que Charlot es perseguido a través de los tejados por los hombres del orfanato que quieren llevarse al chico. Y su capacidad para realizar aparentes excursos que no solo no afectan a la cohesión sino que amplifican las capas del texto, como la sorprendente y brillante secuencia de la ensoñación en la que todos los habitantes de su barrio son ángeles o diablos, y que culmina con el sobrecogedor detalle de su muerte. Aunque, en esta ocasión, el despertar del sueño (sacudido por el policía que en otras ocasiones le ha perseguido) determinará un reconocimiento, una recompensa para aquel que ha actuado como ángel custodio de modo tan desinteresado. El vagabundo puede formar parte de un hogar, ser acogido como lo ha hecho él a quién lo necesitaba.
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