¿Qué control podía
esperar ejercer sobre la enloquecida superficie de la vida? La realidad
puede parecer un imponente territorio desconocido, en particular, a esa edad en
la que se comienza a perfilar la relación con la red social, cuando te defines,
o integras, porque, según los casos, pueden no coincidir. En Jill (Impedimenta), el escritor británico Philip Larkin (1922-85)
perfila, con precisión las sombras y los abismos de esa edad, o umbral.
Escribió la novela, su primera obra, con 21 años, durante la II guerra mundial.
Su certeza lucidez para describir el desconcierto de quien da sus primeros
pasos en el escenario social, e intenta acompasar o coreografiar los propios, resulta
admirable. John inicia su carrera universitaria. Hasta entonces su territorio
conocido, familiar, era una pequeña población. En el principio, un territorio
desconocido. ¿Cómo sentirse seguro, y no vulnerable? Su compañero de habitación,
Christopher, pertenece a otra galaxia desconocida. Arrogante, como sus amigos,
se desplaza por el mundo como si este fuera una mera extensión que, a veces,
obstaculiza la satisfacción de su capricho, tan
irreal como la pintura en colores chillones de una batalla antigua. John, a
la inversa, para sentir una relación conciliada con su entorno, más bien siente
la inclinación a sentirse validado por el grupo. La sensación de intemperie la
intenta contrarrestar no afirmándose en su singularidad sino en ser aceptado,
con indulgencia, por quienes componen su (nuevo) entorno. Si algún objeto tenían los días vacíos que transcurrían sin norte era
complacer a Christopher y ganarse su aceptación. John es alguien que se
aplica para ser un eficiente engranaje. Del mismo modo, el profesor Crouch
aprecia sus excepcionales cualidades de alumno, por lo que le propone ser su
tutor para que se presente antes del tiempo habitual a un examen que le pueda
proporcionar una importante beca. Pero John no aprecia su propia singularidad,
simplemente se aplica afanosamente con su entregada capacidad de trabajo que
Crouch considera más bien mecánica e
inhumana. Crouch, quizá, también proyecta sobre él sus insatisfacciones.
Quiere sentir a través de un alumno lo que no es capaz de realizar. Resulta
elocuente que le impresione una valoración de John sobre Macbeth: Macbeth no siente remordimientos, pues no
cree que haya actuado mal; la maldad está encarnada en las brujas, y él no es
tan malo como ellas. Crouch no enfoca con precisión en sus propios
remordimientos por no actuar del modo que quisiera o no configurar su vida con
las decisiones adecuadas. Como John no enfoca en que se convierte en una
criatura mecánica al priorizar su necesidad de adaptarse a un entorno para ser
validado por quienes lo representan y controlan (o transmiten la sensación de
control).
La ofuscada necesidad de ser validado por un entorno puede conllevar la decepción cuando se confronte con el engaño. La amabilidad con la que le trataban era como la propina que le habrían dejado a un camarero (…) se sentía como si lo hubiera golpeado un boxeador que sabía exactamente dónde pegar para hacerle daño. John tarda en discernir los colores chillones en los que antes miraba con respeto y curiosidad ¿Para qué ser validado por quienes incluso hacen irrisión cuando uno no está presente? ¿Cómo se responde al engaño y la decepción? ¿Se acepta las relaciones sociales como una red de fingimientos? John descubre con qué facilidad se pueden desplegar las mentiras. Pronto interioriza que es fundamental más que cómo eres cómo te presentas ante los demás, qué persona creas y apuntalas, cual personaje en una ficción (que tú mismo puedes gestar). Es cuando entra en escena Jill. Un personaje de ficción, una supuesta hermana. Si la relación con Christopher es un engaño, John genera su propia ficción cual escudo que le haga sentir inmune. Aún más, el escudo se torna burbuja. El personaje se torna protagonista de un relato. Jill era una alucinación de inocencia (…) su imagen se volvía más clara, como si el retrato hubiera estado esperando, cubierto de polvo, en un rincón de su mente a que llegara ese momento. En principio, escribe unas supuestas cartas escritas por ella, por si Christopher las lee, y después la convierte en protagonista de un relato en el que es su reflejo en un ambiente femenino, alguien que en su diario escribe: en cierto momento sentí una pena terrible pensando en mi juventud perdida, pero la verdad es que no lo lamento (…) No volvería atrás ni por todo el oro del mundo. A través de la ficción (lúcida reflexión sobre las transfiguradas sombras del arte) proyecta las coordenadas de las mutaciones de sus relaciones con la realidad. Liberación, como alivio de un grito contenido, y a la vez reflejo que precisa una imagen de uno mismo, consciente o no de esa proyección.
Pero el personaje cobra vida, como si la misma ficción fuera aposentándose como el territorio primordial de las mismas relaciones sociales y afectivas. John cree reconocer, en la calle, a quien cree que puede ser la réplica física del personaje que ha creado, que no deja de ser él mismo. Persigue esa imagen, para dotarla de concreción, como si persiguiera a sí mismo, para encontrarse con la ironía de que esa chica está relacionada con quienes le habían arrojado al discernimiento de la vida como escenario (de doblez, fingimiento y espejismos en abismo). A un mismo tiempo, como contrapunto que desnuda esa realidad sin cimientos firmes, que son más bien capciosos o equívocos, los bombardeos que sufre su pueblo natal le confrontan con la percepción de que la vida era un infructuoso intento de encender una vela contra el viento (…) solo tenemos la vida, que nos impulsa a seguir adelante y mira con qué facilidad puede hacerse añicos. Mira cuán tremendamente pequeña es la vida. Y cuán grandes pueden parecer las inflamaciones de las particulares dramatizaciones cuando uno se siente confuso y extraviado en un territorio desconocido rebosante de la bruma de las ofuscaciones y los engaños. El pantano de las relaciones afectivas y sociales. Ellos conocían sus propios deseos y se lanzaban derechos a ellos. En cambio, para él, aunque también conocía los suyos, ir directamente a por ellos era como disparar un arma en sueños: las cosas se obstruían y atascaban, y aparecían los obstáculos más asombrosos. En el principio, la confusión.
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