El proyecto de Florida (2017) fue la obra que posibilitó la notoriedad de Sean Baker como cineasta, aunque fuera la sexta película en su filmografía. Particularmente, no conseguí advertir las cualidades que muchos otros aplaudieron. Y me pasó lo mismo con su siguiente película, Red rocket (2021). Su estilo me pareció poco sugerente o, en el primer caso, no el más adecuado para los planteamientos de sus narraciones. No logré conectar. Sí ha sido el caso con la laureada Anora (2024), aunque me parezca un tanto excesivo su entusiasta recibimiento en Cannes, donde fue premiada con la Palma de Oro (como aún más me lo parece que la discreta última película de Pedro Almodovar, La habitación de al lado, ganara el León de Oro en Venecia). Pero sí la calificaría como una obra notable. Sí me parece que su sentido del montaje fluye de un modo tan dinámico como coherente con lo que se narra, en particular por su inspirado planteamiento elíptico, percutante. Un planteamiento febril, incluso, en los dos primeros tercios, elocuentes con respecto a las distintas circunstancias. Es una narración que se podría dividir en tres tiempos, o circunstancias, aunque la tercera se gesta, y desarrolla, sutilmente, como permanente contrapunto durante la segunda, y depara un estupendo cierre de película. En esa segunda línea narrativa, como contrapunto, es donde reside la distinción y singularidad de esta obra.
Su primer tramo se centra en la relación que se establece entre Anora (Mickey Madison), una stripper que vive en Brighton Beach, un barrio de Brooklyn, en Nueva York, habitado mayoritariamente por emigrantes rusos, y que trabaja en un club de lujo en Manhattan, y uno de sus clientes, Vanya (Mark Eydelshtein), un joven de veintiún años (dos menos que ella) que se revelará como el hijo de un rico oligarca ruso. La atracción es manifiesta, pero Anora siente que es algo más que mera química. No se califica como prostituta pero acepta, por esa atracción, que él la contrate no solo en varias ocasiones puntuales, sino por una semana. A la vez que se queda perpleja con su nivel de vida, en concreto la lujosa casa. Es como vivir un cuento de cenicienta con un príncipe. Por eso, se sorprende cuando él la propone matrimonio. Le cuesta creer que él puede sentir algo para ella. Aunque pueda pensar que es más probable que sea sugestión por la fantasía, Anora se deja convencer por lo que desea, por la ansia de que esa fantasía sí sea realidad, y acepta la propuesta. El ritmo es vivaz en estos pasajes, como si los acontecimientos se sucedieran en un vértigo que parece que habitaran otra dimensión. Pero todo está caracterizado por cierta superficialidad, como él parece un chico de catorce años en un cuerpo de veintiuno a quien más que nada, aparte del sexo y otros disfrutes epicureos, le entusiasma jugar a video juegos. Parece una historia de amor que no se preocupa de categorías ni etiquetas, aunque a la vez transpire la sensación de fantasía en cuanto ofuscación, por un lado, y capricho e inconsciencia, por otro. Pero ella cree que, simplemente, está creando un nuevo escenario de realidad, en el que ella puede dejar su trabajo y él se decida a asentarse en Estados Unidos, independiente de su familia.
La narración da un volantazo, como la misma realidad para Anora, cuando irrumpen los empleados encargados de la protección de Vanya, enviados por su madre cuando ella se entera de ese matrimonio y ordena que se materialice su anulación. Vanya no luchará por ese escenario de realidad que presuntamente quería materializar sino que se dará a la fuga, dejando a Anora con esos sicarios. Anora ya no sabe con quién había establecido una relación, aunque sigue obcecada con la idea de que él la corresponde y su amor superará los imperativos de sus padres. No acepta que su fantasía haya sido anulada, arrancada de cuajo. No será la realidad de los la que se imponga sino la de la sintonía afectiva que Anora cree que se estableció entre Vanya y ella. La narración toma otra dirección de precipitación, la de la búsqueda de Vanya por la ciudad, con Anora acompañando a esos sicarios. La vertiente más sustanciosa proviene de una perspectiva que va calando progresivamente en el desarrollo narrativo, la de Igor (espléndido Yura Borisov), subalterno ruso, como el armenio Garnick, de Toros (Karren Karaguilian), el armenio responsable de la vigilancia y cuidado de Vanya. Desde el primer momento, a través de sus expresiones queda patente tanto que se siente atraído por Anora como que realmente es quien dispone de la actitud más templada y razonable de todos, como resulta evidente en cada circunstancia. Será quien de hecho, cuando ya se confronten con Vanya, le pedirá a este que le pida perdón.
La actitud madura de Igor contrasta sobremanera con la inconsciencia adolescente de Vanya, cuya reacción, tras que sus padres mostraran el propósito de oponerse a su matrimonio, simplemente fue la de emborracharse y acostarse, incluso, con otras strippers (y además, en concreto, con la que, en el club, tenía la relación menos cordial con Anora, y que le había llegado a decir, con mala baba pero buen tino, que su matrimonio no duraría ni dos semanas). Es por tanto, el relato de una decepción, por cómo esa ilusión de amor pleno que Anora creía que definía a su relación con Vanya carecía de fundamento, y, a la vez, el de un trato, si caballeresco, de quien no es su sueño romántico. Dos trayectos narrativos se combinan, un cuerpo en fuga, como un hechizo que se disuelve, y un cuerpo que se solidifica en segundo término, como la ecuanimidad que, en general, queda relegada en segundo plano. Durante el desarrollo de la narración se irá perfilando esa singular relación, afectiva por un lado, y por otro definida por el despecho y la contrariedad que siente ella por Vanya, que se aposenta entre Anora y quien realmente sí se preocupa de ella, y la trata atentamente. Direcciones de amor sin correspondencia. Anora se sintió atraída por quien no era sino un niño inconsciente pero trata con causticidad a quien, en todo momento, la apoya. En el hermoso dilatado plano final ella intenta mostrarle su gratitud con la satisfacción sexual, pero no en los términos afectivos que él busca, porque la quiere, lo que determina el cortocircuito en ella, quien, desolada, llora en sus protectores y generosos brazos.
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