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martes, 30 de junio de 2020
Blue collar
Enfrentan a viejos contra jóvenes, a blancos contra negros. Todo lo que hacen es para mantenernos a raya. A quien esto expresa, en Blue collar (id, 1978), opera prima de Paul Schrader, le silencian. Lo que expresa esa frase, lo que refleja esta estimulante obra, la llaga, en suma, en la que hurga, la incapacidad del trabajador/currante, no sólo los blue collar, los obreros, sino del ciudadano a pie de calle, de unirse y enfrentarse a las injusticias sociales, a la ponzoñosa estratificación del poder, no ha variado nada. Blue collar no sólo pone en cuestión el sistema en toda su magnitud, los tejemanejes interesados de los empresarios, las corruptelas de los poderes (supuestamente) intermediadores (los sindicatos: ¿a quién representan? todo es cuestión de consenso de conveniencias que no afecte al funcionamiento del sistema), sino al posicionamiento de los trabajadores, o entre los trabajadores. Si alguien cuestiona, es cuestión de hurgar en su punto debil a través del cual reintegrarlo, adaptarlo en otra posición superior. La propuesta de un ascenso suele ser, en general, una táctica efectiva. Quien se lamentaba queda satisfecho con la adquirida posición de privilegio, no importa el cuestionamiento de un sistema injusto o inconsistente. Quien se sale de la norma y persiste en su protesta puede ser convenientemente silenciado. Al fin y al cabo, los sistemas impositivos funcionan gracias a los esbirros o poderes intermedios. Siempre habría quien justifica las concesiones que realiza en la familia que debe mantener o los apuros económicos que sufre.
Esa maniobra estratégica es la eficaz acción de zapa que consigue quebrar la solidaridad entre los que protestan y cuestionan. Zeke (Richard Pryor), Jerry (Harvey Keitel) y Smokey (Yaphett Kotto), son tres amigos, que trabajan en la industria automovilística, engranajes de la producción en serie, de una producción que sólo ve números (progresión de números: los gigantescos carteles llevan la cuenta; es la realidad visible, la otra, la encubierta, es la que huele a podrido). Sobre todo los dos primeros, por estar casados y tener hijos, sufren cada vez más acusadamente las precariedades económicas. Los primeros compases son engañosos, pueden hacernos creer que transitamos el terreno de la comedia, (en particular, por Richard Pryor, quien durante el rodaje, drogado, apuntó con una pistola a Schrader porque no quería hacer más de tres tomas, golpeó con una silla a George Emmoli y, junto a su guardaespaldas, aporreó a Keitel, porque este, harto de sus improvisaciones, lanzó un cenicero contra la cámara para invalidar la toma).
La narración se irá progresivamente densificando, y ensombreciendo. Más que cómicos, son apuntes grotescos que, primero, definen la inconsistencia del personaje de Zeke: se irá apreciando que sus protestas por el hecho de que no le hayan arreglado su taquilla en seis meses tienen más de queja berrinche del niño que no atienden que afán de transformación de un estado de cosas; cuando protesta, posteriormente, ante el representante sindical, Eddie Johnson (Harry Bellaver), remarca que no se queja del salario sino de que hayan subido los precios (un precedente de los que justifican todos los recortes): la mirada de Johnson, es todo un poema, conteniéndose para no señalar la inconsistencia de su reflexión, feliz de que no proteste por nada más que por su taquilla. Segundo, porque hará más sangrante el absurdo de la circunstancia de su modo de vida: dicho de otro modo la tomadura de pelo que les hace vivir entre apreturas y carencias. Véase el ridículo atraco que realizan en la caja fuerte de la empresa, enmascarados con gafas o caretas de tienda de bromas, encontrándose con que solo hay unos míseros dólares (los 600 que han robado se convierten, en palabras de Johnson , en más de diez mil, para así sacar tajada del seguro).
Por lo ya señalado no es difícil deducir que el personaje de Zeke será el eslabón más moldeable para quebrar la solidaridad de los que intentan desestabilizar el sistema (desvelar las corrupciones). Quien se haya encontrado en alguna circunstancia parecida enfrentado a los señores del castillo, es decir, reclamando lo propio, y supuestamente apoyado por otros compañeros de trabajo que se quejan de lo mismo, saben en qué puede acabar fácilmente. Te quedas solo si insistes, porque las excusas para ceder son múltiples (tienen familia que alimentar, es difícil encontrar otro trabajo, cómo puedo seguir manteniendo mi ritmo de vida de compras de todos los electrodomésticos y demás lujos...). En Blue collar, la decisión de silenciar a quien amenaza con revelar la corrupción si no ceden al chantaje, da pie a una magnífica secuencia. Smokey muere asfixiado por la pintura, cuando lo encierran en una de las cabinas donde se rocían los coches, los productos que hacen números; él también lo era, y se salió de su casilla, debía ser rociado, borrado, también para dejar constancia de cuál era su lugar, otro engranaje de la producción. El plano final congelado puede ser retórico, pero después de más de cuarenta años, evidencia su carácter visionario, ya que sigue sin descongelarse. Se siguen utilizando las mismas maniobras tácticas, la provocación y alimentación de conflictos específicos, sea entre trabajadores integrados e insumisos, o por diferencias de edad, y sobre todo hoy en día, étnicas o de género, para mantenernos a raya. Una efectiva manera de que no se enfoque y cuestione la inconsistencia o injusticia estructural de un sistema.
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