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miércoles, 24 de junio de 2020

El buscavidas

El buscavidas (The hustler, 1961), de Robert Rossen, relata las lides y circunstancias vitales de un jugador de billar, Eddie Felson (Paul Newman), con tanto talento como arrogancia, o dicho de otro modo, narra el proceso de aprendizaje para alcanzar la templanza del que ya sabe de qué materiales está hecho el tapete de juego de la vida, o la sabiduría del que ya ha palpado las fisuras. Una manera de entenderlo es preguntándose por qué la primera partida importante, al inicio de la película, la que enfrenta a Felson con el considerado mejor jugador de billar, Minnesota fats (Jackie Gleason), en la que Felson es derrotado tras cuarenta horas de juego, está narrada tan dilatadamente y, en cambio, el enfrentamiento final, la última lid entre ambos, en la que al fin vence Felson, es narrada tan escueta como elípticamente. ¿No es el lugar común, la norma, que la secuencia climática sea narrada con minuciosidad, como dilucidación y crescendo emocional, en el que al fin el héroe se supera y vence al dragón, y a veces en el último segundo como éxtasis narrativo?¿No es esa la teleología del éxito, la consecución del triunfo, y la necesaria culminación extática del relato? Precisamente es lo que cuestiona esta extraordinaria obra. La lid crucial ya estaba resuelta, la partida es ya un trámite, Felson ya se había enfrentado a su dragón mediante una dolorosa derrota o pérdida que había determinado que varíe de modo radical su actitud, y el que venza ahora a Minnesota Fats no tiene otra significación que la de que ha aprendido. Es su corroboración. Ha adquirido carácter, ha cruzado la línea de sombra que separa la arrogancia e ignorancia de la juventud del discernimiento de la vertiente frágil y vulnerable de la vida. No importa ser el mejor en el tapete de juego. No hay congratulación, sólo demuestra ya lo que sabe. Se ha desprendido de su ego, porque ha conocido lo que implica la carrera en pos del éxito y la necesidad compulsiva de sentirse el mejor. Esto es lo que se nos ha narrado entre ambas partidas. Y en esta odisea de conocimiento, dos han sido los personajes claves, ambos opuestos en lo que representan. Sin duda, dos de los más grandes personajes vistos en una pantalla: el dragón Bert (George C. Scott, qué inmenso actor), y la frágil mirada lúcida, Sarah (Piper Laurie, sobrecogedora). El personaje de Sarah, o la relación entre Felson y Sarah, fue cobrando más relevancia durante el proceso de rodaje. Los previos intentos de adaptar la novela homónima de Walter Tevis, publicada en 1959, no habían funcionado por centrarse en la vertiente del juego del billar. Y en principio era el caso de la adaptación que había realizado Rossen, con la colaboración de Sidney Carroll. Frank Sinatra, entre otros, se había interesado por la novela, pero había sido Rossen quien consiguió los derechos. No fue fructífera la primera aproximación a Paul Newman. No estaba disponible por su compromiso para protagonizar la adaptación de la obra teatral Cualquier día en cualquier esquina, junto a Elizabeth Taylor, por lo que Rossen le ofreció el papel a Bobby Darin. Pero cuando Elizabeth Taylor se desentendió del proyecto por dilatarse sobremanera el rodaje de Cleopatra (1963), de Joseph L Manckiewicz, Newman se vio liberado del compromiso. Solo necesitó leer la mitad del guión de El buscavidas para decidir aceptar.
Bert es la representación del depredador cálculo, el hombre de negocios, sólo dedicado a las apuestas, perfilado con un detalle tan elocuente como que sólo beba leche durante las lides: la mente siempre clara cuando se trata de negocios: es el agudo observador de las inconsistencias humanas, para él más bien debilidades que aprovechar o de las que beneficiarse. Es el parásito que se beneficia del talento de otros. Es quien domina el escenario de juego en un sentido amplio, y establece las reglas, como refleja esa silla desde la que observa el juego, y que remarca el plano final (en un plano general en el que es una mínima figura en un espacio en el que domina el vacío): es su trono: él controla el tráfico de juego, decide quién juega o no, cuándo se apuesta o no. Bert explica a Felson por qué perdió esa primera partida, cuando la pudiera haber ganado de calle si hubiera querido, en vez de lamentarse ahora (autocompadecerse es el deporte más querido y practicado, añade). Perdió porque, embriagado como estaba con su propio ego y autosuficiencia, conocedor de su talento, se confió demasiado, perdiendo la concentración por el exceso de consumo de alcohol y sus bravuconadas. Mientras, Minnesotta Fats mantenía en todo momento la aplicada templanza, no bebiendo más de la cuenta, no alardeando, y siempre aseado y atento a su atildado aspecto (de lo que Felson se reía). Minnesota mantuvo el tipo, cual fino y desapegado dandy, y Felson se descompuso en los exabruptos de su arrogante vanidad. Bert sabe cuál es su talento, y se ofrece como agente, consiguiéndole partidas con las que sacar buenas tajadas, siempre que sepa actuar como es debido, sin fanfarronerías, concentrado en el juego.
Pero hay alguien más en el juego, Sarah, con quien Felson ha iniciado una relación amorosa, contraste y a la vez reflejo de Felson. Una mujer de aguda sensibilidad, tan a flor de piel que es extremadamente vulnerable, y por eso frágil. También se apoya en la bebida como Felson, pero en su caso para aliviar y narcotizar su hipersensibilidad. Escribe, tiene un talento especial, es una solitaria, y es coja. Pero tiene una dignidad, una fuerza, que es la de la honestidad y la claridad. De hecho, ve la vida con demasiada nitidez, y por eso la quema. Felson y Sarah son como dos naufrágos que se encuentran y reconocen, y establecen un contrato de depravación, como escribe Sarah. Pero él aún no se considera un náufrago ni considera que hayan establecido tal contrato como si fueran escombros o desechos vitales. Mientras Sarah ya ha visto la desnudez de la vida, aunque sin aún conseguir el equilibrio de la templanza para soportarla, Felson está aún dominado por la arrolladora tiranía de la necesidad de la autoafirmación, ese afán de dominar el tapete de juego, de sentirse omnipotente. Aún no ha se ha caído, ni ha asumido su cojera. Rehúye su vulnerabilidad y su fragilidad. Por eso, no conversa. Es lo que, en cierto momento, le achaca Sarah. Sus días se definen por el consumo de alcohol y la actividad sexual, como si su relación se definiera por el olvido de sí mismos, una superficie abotargada, mero instinto. En un entorno natural acontece la conversación en la que Felson abre sus entrañas, y despliega el entusiasmo que le reporta el juego de billar, cómo es su vida, cómo se siente realizado en esa tarea o dedicación. Por eso, Sarah le dice que no es un perdedor, como le ha dicho aviesamente Bert (como azogue), sino un ganador, porque pocos sienten ese entusiasmo con una tarea o dedicación. Ese entusiasmo es el logro.
Pero Felson, para asimilar esa perspectiva vital, debe enfrentarse al dragón, que tiene el rostro inclemente de Bert, el frio aliento del desprecio por la vida, donde todos y cada uno son instrumentos para su beneficio: El cancerbero del siniestro peaje del éxito. Retorcido, depravado y lisiado, como apunta Sarah. Su condición lisiada interior es lo que le determina a aprovecharse de la plenitud de quien dispone de talento. El artista para vencer al dragón, por tanto, debe enfrentarse y derrotar a su ego, como asumir que siempre deberá bregar con la rapaz mente calculadora que querrá beneficiarse de su arte, y que demandará que se pliegue a sus exigencias. Nunca se ha visto expresada con tal elocuencia este sangrante contraste de actitudes (quizás sólo en la también desgarradora y bellísima Los amantes de Montparnasse (1957) de Jacques Becker, sobre los últimos días de Modigliani). La mefistofélica influencia de Bert determinará la tragedia, el suicidio de Sarah; variación con respecto a la novela, en la que ni ella viaja con ellos a Lexington en donde Felson jugará al billar francés contra Findley en una partida pactada por Bert, ni se suicida. La sensibilidad pierde el combate. Y Felson adquiere la lucidez, aunque portará siempre su propia cojera, la perdida de la mujer que amaba por el empecinamiento de su vanidad. Se desprende de su fútil ego. Por eso, vence en la partida final, juega como sabe y no tiene que demostrar nada (a nadie ni a sí mismo). Pero ahí ya no hay catarsis, no hay climax, sino turbia tristeza. El desafío ya se había realizado antes. Ya había hecho su elección vital. Ganar a Minnesota ya implica, sobre todo, enfrentarse a Bert. Su victoria es despreciar su concepción de la realidad, un entramado de inversiones y peones, sus exigencias contractuales, su noción de las relaciones como intercambio de intereses. Asume que no plegarse a su voluntad implicará el destierro de sus dominios, la imposibilidad de jugar partida alguna en cualquier sitio. No importa esta derrota, porque, a su vez, es victoria, dispone de la dignidad de su integridad. Sabe ya cómo jugar, tanto en el tapete de una mesa de billar como en la vida. Aunque ahora sea otro rebelde, como Sarah, que sobreviva en los márgenes, con su despierta sensibilidad. Exiliado, pero despierto

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