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viernes, 19 de junio de 2020

Basilisco (Impedimenta), de Jon Bilbao

Piensas que tu carga es más poderosa que la de los demás; tu urgencia más perentoria; tu preocupación, más justificada; tus dudas más intrincadas. El basilisco es una criatura imaginaria que disponía de la capacidad de matar con la mirada. Si una mirada pudiera matar. Es una frase hecha con unos puntos suspensivos incorporados impregnados de ácido corrosivo. Es la furia que no se materializa sino que se contiene, las emociones que se retuercen en nuestro interior, el veneno que nos tragamos y que quizá vaya sedimentándose en nuestras entrañas, en nuestros recovecos más profundos, durante largo tiempo, como un segunda piel interior que es basamento de lava que no eclosiona, y quizás corroa las relaciones que mantenemos sin que los demás sepan con claridad y precisión qué es lo que sentimos, qué es lo que nos corroe. Incluso, quizá sea imaginario, una película que sólo nosotros nos montamos, pero nunca nos decidimos a contrastarla. Nos apoltronamos en el quiste sebáceo del lamento y el sentimiento de agravio, en la autoindulgencia de sentir que está justificado de sobra, como nuestra carga es mayor que la de cualquiera, y todas nuestras dudas o urgencias más intrincadas y perentorias que las de los demás, y es así, porque nos desplazamos por la vida como si fuéramos el centro de un escenario. Nuestro ego no carece de límites para enquistarse en sus propios límites como centro solar del universo. Me quedé mirando el falso sol. Reconocí que, si Katharina no me lo hubiera dicho, yo habría pensado que era una foto auténtica. Me concentré en ella, intentando oír dentro de mí el silencio cósmico.
Basilisco (Impedimenta), de Jon Bilbao (1972), es una novela con diferentes capas y recovecos. Combina tiempos y espacios. Un tiempo presente, en distintas etapas vitales que evidencian la poca satisfactoria evolución de quien cuando conoció a la mujer de la que se enamoró no imaginaba que años después sería un amargado ingeniero que escribe pero trabaja de operario en una refinería, casado y con dos hijos; un tiempo pasado, el territorio del Oeste, el territorio de la frontera, en el que unos personajes buscan la constatación de que es falsa la teoría de la Evolución y se enfrentan a la barbarie del caos desbocado en forma de siniestra banda que se dedica al arte de la masacre. Se alternan los espacios de lo real y de lo ficticio: viajes a Estados Unidos cuando una relación está en ciernes o incursiones, años después, en un cementerio vizcaíno para recuperar el avión de su hijo mientras visita a su esposa un antiguo novio, y las peripecias que son creaciones del protagonista, aunque no sepamos en un primer momento si lo son o no, porque lo real y lo ficticio se confunde, como lo real y lo mental. Hay pasajes que parecen reales, y pensamos que suceden al protagonista, pero se revelan pasajes de uno de sus relatos. Por tanto, a medida que progresa, la narración se torna más ambigua, ya que resulta cada vez más difícil distinguir, en un primer momento, en qué pliegue y en qué recoveco nos encontramos. Aunque la línea de puntos subterránea de la novela, como al fin y al cabo las cuevas, en distintos espacios o tiempos, disponen de relevancia dramática, irá configurando un trazado que sutilmente entrelaza los distintos tiempos y espacios como manifestaciones o coordenadas del mapa interior de las emociones en conflicto del protagonista, su confrontación con sus falsos soles y silencios cósmicos. O la asunción de que no hay que retener la mirada, como carga de profundidad difusa, sino confrontarla. No en un duelo en el que las miradas callan como una cueva que se mantiene sellada y fulminan como si estuvieran prestas a desenfundar, sino en la frontalidad de las entrañas expuestas.
Bilbao recurre a los arquetipos y las alegorías en un juego narrativo entre ficción y realidad, en los pliegues retorcidos del espacio mental. La furia retenida se dota de figura y cuerpo en una representación arquetípica, el hombre de la frontera, el jinete silencioso que recorre las amplías llanuras del espacio imaginario que es el Oeste, el hombre de pocas palabras pero expeditivo en sus acciones. En ese momento, el oeste sobre el que yo tanto había oído hablar y el oeste real, que ahora empiezo a conocer, entraron en contacto, como cuando se miran al trasluz dos hojas de papel en las que figura el mismo dibujo, y ambos se hacen coincidir. En ese pliegue narrativo, se desarrolla, con aparente autonomía, una alucinada incursión en el corazón de las tinieblas, con expediciones al interior de la Tierra, en profundas cuevas, en busca de la ratificación de que no provenimos de los simios, como si eso nos librara de confrontarnos con la bestia que hay en nosotros, al fin y al cabo, la más brutal y cruel de las especies sobre la Tierra, enajenación o autoengaño que parece ratificar, en ese sentido arquetípico, la presencia de una comunidad de mormones asentada en la entrada de la cueva. Representan la negación de la bestia que hay en nosotros. Es un portal entre dos mitologías: la de la Prehistoria y la de la Frontera. La primera representa el pasado que, mediante revelaciones sucesivas, nunca cesa de regresar, aferrándose a un carácter protagónico. La mitología del oeste simboliza el presente, o más propiamente el futuro: el de un país en formación. ¿Qué conflicto desencadenaremos cuando nosotros, representantes en mayor o menor medida de la Frontera, entremos en contacto con el ámbito de los reptiles ciclópeos? ¿Descubriremos acaso que se trata de mitologías excluyentes que, una vez enfrentadas, entrarán en competencia, como los colonos con los nativos de las grandes llanuras?
Generamos mitologías, religiones, exégesis que no son sino especulaciones que derivan en relatos convenientes o consoladores para neutralizar el miedo a la oscuridad y las incógnitas. ¿Qué hemos conformado como civilización, fundada en pueblos y tribus, con la figura del héroe como modelo o mito orientador y resolutivo, la figura de acción que parece solucionar nuestros conflictos e indeterminaciones? ¿En qué medida el espejismo de la civilización, de la ilusoria unidad de tribu, nos aleja del discernimiento de lo que no queremos afrontar en nosotros mismos, la ausencia total de lo humano, esa parte fundamental de reptil que hay en nuestro cerebro, nuestra vertiente más básica, nuestra condición primitiva virulenta que no ha sido mitigada pese al desarrollo tecnológico de la civilización creada? Urdimos y nos nutrimos de otros. Nuestro vínculo con la araña, como se califica a quien lidera una banda que masacra a su paso a cualquier ser humano, con particular regusto en la crueldad, la tortura y la mutilación. Es la figura de lo terrible, el arquetipo desnudo de lo dañino en las entrañas y recovecos del ser humano. Es un espacio mítico desquiciado, como el que reflejan algunos westerns recientes, como La propuesta (2005), de John Hilcoat, Bone tomahawk (2015), de S Craig Zahler.
El basilisco y la araña. Los retorcimientos de nuestra mente que se enquistan con las películas que nos montamos, con la tela del sentimiento de agravio y la furia retenida. Esa bestia que anida en nosotros, que quizá no se desenfunda cuando se contiene en las miradas que matan, pero estas no dejan de alimentar esa bestia con su goteo de veneno, en esas habitaciones interiores, sin ventilar, que no exponemos y que nos van encorvando por nuestras amarguras, frustraciones, impotencias y decepciones, por nuestros sentimientos de fracaso y nuestros resentimientos. Por no querer sentirnos abandonados, por no saber compartir lo que nos reconcome, por sentir que no somos lo que aspirábamos a ser, por sentir que no hemos sido para quien amamos quien quisiéramos haber sido. Esas furias que son enfados mordidos. Su enfado era una habitación sin ventanas, con suelo de tablas rechinantes y pintadas de negro, igual que las paredes y el techo. Olía a madera quemada y a limaduras de hierro y allí dentro siempre hacía un calor asfixiante. Del exterior se colaban una marabunta de voces y, por las holguras entre las tablas, prismas de luz mantequillosa. Emociones envenenadas que a veces se tornan aguijones con los que herimos a los demás, violencias cotidianas amortiguadas que pueden ser virulentas, cuando un aguijón se torna furia de colmena desbocada. Hasta que afrontamos la bestia en nuestros recovecos y nos miramos de frente, para así poder mirar, y relacionarnos con los demás, sin la oscuridad adherida como escombro y colmillo a nuestra mirada.

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