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miércoles, 28 de noviembre de 2012
Keane
Aún hay películas, como la magistral ‘Keane’ (2004), de Lodge Kerrigan, que tienen la facultad de sorprenderte, como si la narración fuera un itinerario con constantes esquinas, de desafiarte, al poner la mirada del espectador entre interrogantes, como revelar a las mismas imágenes (del cine) como puertos de los que se puede partir para zarpar hacia mares aún no transitados, o sobre los que no dejas de preguntarte hacia dónde te llevan las corrientes en las que fluyes ¿Cuáles son mis pasos, los he perdido, o se han transformado, y son otros, como si la mirada volviera a sentir lo es que desplazarse descalza? ¿Esto es una deriva o hay una dirección? ¿No se revela como, valga la paradoja, una precisa manera de reflejar lo que es habitar lo que calificamos como realidad? Kerrigan partió de la idea de reflejar su miedo a que su hija de cuatro años desapareciera, de que fuera secuestrada, y cómo la vida podía cambiarte radicalmente, y realizó ‘In God’s hands’, con Maggie Gyllenhaal y Peter Sasgaard, sobre una familia que se desintegraba tras que se secuestraran a su hija, pero un daño irreversible en el negativo determinó que la película fuera irrecuperable. Los imprevistos de la vida. Y el proyecto se ‘transformó’ en una variación, con el mismo substrato, pero con otro ‘trayecto’.
Como si reflejara ese sentimiento que quiere contrarrestar una perdida (la de una película dañada, la de una hija secuestrada), en ‘Keane’ la cámara no pierde de vista el rostro de Keane (prodigioso Damian Lewis), exceptuando algún plano en que se abre ‘el campo’, el foco (de modo significativo). Pero aun así, aunque sea una presencia constante su rostro, no dejamos de preguntarnos sobre quién es, cómo siente, de qué será capaz, cómo reaccionará en la siguiente situación, ¿explotará? Porque Keane es como un campo de minas con el que no sabemos qué puede suceder; incluso, por momentos, nos preguntamos si realmente hay minas. En las primeras secuencias nos lo presentan preguntando en una estación de autobuses si alguien ha visto a su hija pequeña que, dice, fue secuestrada en ese lugar meses atrás. Su comportamiento es el de alguien al borde de la desesperación, alguien a punto de quebrarse, o alguien que cae ya en barrena, perdido en su trastorno. Sube a autobuses, y vuelve a bajar, habla solo, trepa por alambradas, recorre las calles, habla de nuevo solo, pide repetidamente que pongan más alto el volumen de la canción en un bar, se sube a la silla para escuchar junto al bafle la canción, habla consigo mismo, cuando se asea en unos baños públicos, convenciéndose de que las miradas de los otros no están pendientes de él. En el hotel, cuando paga, descubrimos que padece alguna incapacidad, sin concretar. Y nos empezamos a plantearnos, ¿qué es real de lo que dice, de lo que enuncia? ¿Existe incluso esa esposa y esa hija secuestrada de la que habla?
La cámara sigue adherida a él, y a los que entran en el encuadre, como la chica con la que folla en un angosto baño de una discoteca tras esnifarse unas rayas de cocaínas, o sobre todo, Lynn (Amy Ryan) y su hija Kyra (Abigali Breslin), con las que entabla amistad, tras que él, tenga el detalle de darles cien dólares después de escuchar en la entrada del hotel sobre sus problemas económicos.Cada detalle que vamos advirtiendo de Keane no deja de aún abrir más incógnitas, de sorprendernos, de convertir a la narración en un pasadizo imprevisible, precario, desasistido, como los mismos espacios que se recorren. Es capaz de un detalle generoso pero al mismo tiempo no dejamos de sentir qué puede reventar en cualquier instante, su rostro mutarse y convertirse en una furia desatada, o en un grito de desolación. La realidad es un universo como el rostro de Keane. El hombre que buscaba desesperadamente a su hija al inicio, aunque a ciencia cierta no sepamos si era real, ahora entabla con una niña de la misma edad, Kyra, una relación estrecha, aún más cuando tiene que cuidarla ya que la madre se tiene que ausentar por unas horas que se convierten en un día entero. Patinan sobre el hielo, como nosotros sobre el hielo de la incertidumbre.
Cuando en un momento dado en una hamburguesería Keane se va al cuarto de baño, nos preguntamos ¿ Desaparecerá la niña, estará ahí cuando vuelva, aún en la mesa? Porque la realidad ya es un espacio de amenaza, en la que lo posible pende como el oxidado filo de un sable. O quizás es su mente la que patina, la que crea o inventa, la que teme, y proyecta, quizá imágenes distorsionadas. En unos almacenes le vemos probando unos vestidos de niña sobre el cuerpo de la hija de otra clienta, como si aún pudiera comprárselos a su hija secuestrada, o quizá simplemente modelar, poner vestido, a la realidad. Lo que sí es manifiesto es su intemperie, su desvalimiento, tanto como puede serlo el de la niña; quizá aún mayor, como refleja ese extraordinario plano general que los une, él sentado en uno banco, tras haber tenido otro ataque en el que ha empezado a gritar que no le miren, como si se sintiera vigilado, y ella de pie, como si fuera la figura protectora. En las últimas secuencias, de nuevo en ese espacio de tránsito de la estación de autobuses, en tránsito parece nuestro discernimiento entre interrogantes ante una realidad movediza, Keane parece utilizar a la niña como señuelo, como si pudiera de nuevo ocurrir lo mismo, ser secuestrada, ¿o la está ahora secuestrando él? ¿O a sí mismo, ya que parece cada vez más extraviado? Interrogantes a la deriva, a las que abrasan las lágrimas que surcan, como el temblor de la orfandad, el rostro incierto de Keane.
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