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lunes, 19 de noviembre de 2012
Decálogos 3 - 4
La idea del hogar representa quién es uno mismo, cómo uno siente. Es el espacio donde se supone que uno es, o se manifiesta como es, el propio lugar, la raíz. Pero un hogar puede ser también un espacio de escenificaciones, de simulaciones, un espacio frágil, vulnerable, en el que pende la amenaza de ya no ser, o de ‘alterarse’, de modificarse (en otro escenario). En el tercer episodio del ‘Decálogo’ (1988), de Krzystoff Kieslowski, correspondiente al mandamiento ‘Santificarás las fiestas’, que transcurre durante la Nochebuena, hay un hombre que arrastra un árbol de navidad, y pregunta ¿dónde está mi hogar? Lo vemos no una, sino en tres ocasiones, como una figura extraviada, cuya desesperación, como sus sollozos, parecen acrecentarse. La tercera vez es en un refugio para alcohólicos en el que desnudo, encerrado en una celda, con otro borracho, es enchufado con una manguera con agua helada por un celador que no oculta cómo disfruta con la circunstancia de ‘humillación’. Esa sensación de intemperie es la que parece dominar a los personajes, al escenario, como esas calles desoladas en las que no parece haber un alma. Su desolada pregunta que es búsqueda, como letanía, se arrastra también entre la pareja protagonista, Janusz (Daniel Olbrychski) y Ewa (Maria Pakulnis), figuras errantes en la noche en busca del marido de ella. Pero si la misma Nochebuena es una festividad, un ritual que es escenificación, y en varios sentidos (no sólo en el más superficial, ese que recrea Janusz en la primera secuencia, vestido de Papá Noel, entregando los regalos a su familia), también una escenificación es la que realiza Ewa (lo que se evidencia en cuanto dice que el coche abandonado es el que conducía su marido, cuando hemos visto cómo lo aparcaba ella). Una escenificación que hace cuerpo de unas sombras incrustadas en el corazón, como la negrura parece en ocasiones adheridas a los cuerpos, una negrura espesa, la de la soledad, la que grita en Eva, pero también la del hogar que no pudo ser. Porque del mismo modo que hay hogares frágiles, que se tambalean o han tambaleado (realmente, no hay marido al que buscar, ya que este vive con una nueva esposa en otra ciudad), los hay (como es el caso de Janusz y Ewa que mantuvieron una relación tres años atrás) que quedaron en proyectos frustrados, historias que no tuvieron continuidad, pero queda resonando su posibilidad como un nervio o un miembro cortado.
En el cuarto episodio, correspondiente a ‘Honrarás a tus padres’, también comienza con otra celebración, la de Pascua, y un ritual, una tradición, que padre e hija, Michal (Janusz Gajos) y Anka (Adrianna Biedrzyńska) cumplen, el de lanzarse al despertar agua fría. Una interrogante amenaza como un posible jarro de agua fría: la carta que ha encontrado Anka, una carta que escribió su madre antes de morir, pocos días después de dar a luz. Las interrogantes abrasan, y hacen tambalear el hogar con las sombras posibles de secretos que trastoquen el escenario. ¿Y sí la revelación resulta ser que no son padre e hija? ¿Cómo modifica eso su relación? Pero, aún más ¿ y si pone en evidencia algo hasta entonces contenido porque hay deseos calificados como ilícitos cuando son entre padres e hijos? ¿Pueden, si se corrobora que no hay vínculo de sangre, expresarse, realizarse? ¿O sigue resultando ‘imposible’? ¿Y por qué lo es? Pero aún queda una nueva vuelta de tuerca, pues todo, la ‘revelación’ de que no son padre e hija, no era sino otra escenificación (realmente no había abierto la carta) para posibilitar cumplir el deseo que Anka siente por su padre (ella, por cierto, estudia en una escuela de interpretación actriz, y en un momento dado, previamente, muestra dificultades para interpretar una escena en la que tiene que expresar sentimientos de amor). Una escenificación que ha dejado en evidencia cuánto de escenificación tenía la vida que compartían padre e hija rebosante de silencios, de lo no dicho como una brasa helada, y que una ‘invención’ (el contenido de la carta) propicia que brote como un hervor incontenible que resulta una efervescencia difícil de articular, de habilitar.
Si en el primer episodio, Janusz, vestido de Papá Noel, se cruzaba con Krzystoff, el hombre que perdía a su hijo en el primer episodio, cuyo hogar se derrumbaba, como reflejo de lo frágiles que son todos los hogares, en este episodio, cuando padre e hijo discuten tras la ‘(falsa)revelación’ de Anka (en una extraordinaria secuencia en un ascensor, subiendo y bajando cuando es llamado por otros vecinos, lo que refleja su forcejeo interior y su desconcierto) se encuentran con el médico del segundo episodio al que la esposa del paciente transfería condición de dios, de determinación en las decisiones. Padre e hija forcejean con las decisiones, suben y bajan con su ascensor interior, dirimiendo lo que sienten, lo que piensan, lo que no han dicho y deberían o quieren decir, qué verdad decir y qué mentira puede ser fructífera, lo que evidencia cuán difícil es lograr armonizar todos los aspectos, todas las voluntades, emociones y al mismo tiempo tener en cuenta las circunstancias, el entorno, el pasado compartido, lo que han sido, lo que han deseado, y lo que puede suponer variar el ‘escenario’.
Kieslowski no lo pone fácil, abre brechas y nos lanza a la intemperie con sus interrogantes. Porque, pese a que Michal retorne con su esposa, y le diga que no volverá a ver a Ewa, y que padre e hija quemen la carta real, y no se dejen llevar por sus emociones y deseos, si hay algo manifiesto es que todo hogar es vulnerable, que no hay certezas en las que fácilmente sostenerse, como que, del mismo modo que salpicamos o aderezamos nuestras vidas con rituales que crean el espejismo de sentido, de base con raíz firme, realmente nuestras vidas se entreveran con las escenificaciones (que realizamos consciente o inconscientemente) en las que nuestras emociones se ofuscan, y las decisiones no son fáciles, como puede variar nuestro escenario, el hogar, y continuar interrogándonos sobre quiénes somos, qué sentimos, dónde y cuál es nuestro lugar, qué somos más allá de los roles y máscaras, allí donde las sombras siguen gritando.
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