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viernes, 4 de septiembre de 2020

Un ladrón en la alcoba


El inicio de Un ladrón en mi alcoba (Trouble in Paradise, 1932) de Ernst Lubitsch, es arrollador, como la propia película, que hace de la elipsis y la sugerencia de lo que ocurre fuera de campo vivaz dinamo (al fin y al cabo estamos en una comedia de deseos que se hurtan o raptan, incluso para los propios personajes, como si fueran detrás de los mismos; y en donde las apariencias son simulaciones y equívocos en donde cuesta entrever lo que hay detrás): Cantos en la noche de Venecia, una atmósfera de ensueño, pero en una estancia se entrevé a un hombre postrado en el suelo al que cuesta levantarse, y una sombra que desaparece por el balcón (parece que hay problemas en la atmósfera paradisíaca, acorde al título Trouble in Paradise/Problema en el paraíso, que alude al conflicto que acontece cuando falta el abrazo o el beso que manifiesta un sentimiento amoroso). La cámara realiza un impetuoso travelling sobre las fachadas (un movimiento que asocia una sombra y un cuerpo), hasta encuadrar en el balcón de un hotel a Gaston (Herbert Marshall), un barón al que un camarero pide instrucciones sobre la cena que se prepara para una invitada (Gaston le indica también que mantenga esa luna en el cielo en todo momento). La recién llegada, Lily (Miriam Hopkins), parece también pertenecer a la nobleza (hasta que al recibir una llamada, se nos muestra en un sintético contraplano que quien llama no vive precisamente en un palacio, y tampoco Lily ya que vive en ese cuchitril). Ese decir, las cosas no son como aparentan: ella es como parece (o se presenta), pero tampoco él. En un juego que es intercambio y hurto ambos toman consciencia de que tanto uno como otra no son aristócratas  sino ladrones de profesión; también sus sentimientos son mutuamente robados, ya que se enamoran y establecen una feliz unión sentimental de compañeros de profesión. Afianzan su propio paraíso (o su Venecia particular).

El problema en su paraíso surgirá cuando entre en escena Mariette (Kay Francis), precisamente cuando ellos entren en la suya con una puesta en escena. Gaston devuelve, para cobrar la recompensa, el bolso que él había robado en la opera (en una estupenda secuencia narrada a través de acciones); si lo devuelve es porque saca más dinero con la recompensa que vendiéndolo.  Pero irrumpe lo imprevisto: Mariette, impresionada, le ofrece un puesto de secretario. Si él acepta es porque le posibilita la oportunidad de robar el dinero de su caja fuerte. No cuenta con otro imprevisto: la confusión hace mella en sus deseos y sentimientos, como si la sombra y el cuerpo no lograran definirse, difuminación o indefinición de la que son reflejo las conversaciones de Mariette y Gaston con los rostros casi pegados, como promesa de beso contenida; o el juego con el fuera de campo, tras las puertas, en la secuencia en que varían las ordenes al mayordomo sobre si ella coge o no el coche, dependiendo de las variaciones de las aproximaciones entre ellos. Aunque fuera implícito su contenido sexual, en 1935, ya vigente el Código Hays, sería censurada, permaneciendo invisible para la exhibición hasta 1968.


Como contrapunto, brillante, a esa indefinición y confusión, en la que no sabe lo que hay de representación y verdadero, qué se oculta y qué hay de cierto en lo que se dice, juegan un vivaz papel dos personajes secundarios, pretendientes contumaces de Marietta, a los que ella continuamente desdeña, el Mayor (Charlie Ruggles) y, sobre todo, Filiba (Edward Everett Horton). Ambos, de hecho, compiten en la escena de la ópera, cuando la roban el bolso a Mariette, por ver quién es el privilegiado que la acompaña en el palco (anticipo del doble frente al que, a su vez, se verá sometido Gaston con las dos mujeres). El ingenioso detalle, como contrapunto, es que Filiba fue aquel hombre al que Gaston robó en Venecia (haciéndose pasar por médico), y cuando se lo reencuentra como secretario de Mariette, hace ímprobos esfuerzos por ubicar su rostro (lo que da pie a una alterna sucesión de ocurrentes situaciones en las que FIlibia no logra ubicarle en su memoria aunque, en principio, piense que sí). Al fin y al cabo, también, la confusión de Filiba por no conseguir enfocar la identidad de Gaston se puede equiparar con la confusión que embargará a Gaston cuando no sepa con claridad hacia cuál de las dos mujeres enfoca sus sentimientos. O quizás realmente en las dos, lo que determina esa confusión (en la secuencia en la que besa a Mariette, la cámara les encuadra a través del reflejo en los espejos, y las sombras que proyectan sobre la cama). Hay que recordar que posteriormente Lubitsch realizaría otras de sus grandes comedias con otro triangulo preso de las indecisiones y fluctuaciones, Una mujer para dos (Design por living, 1933). La cualidad transgresora del cine de Lubitsch es que es más un cine de interrogantes que de certezas, de desestabilizaciones más que de convencionales conciliaciones.


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