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jueves, 24 de septiembre de 2020

Arde el musgo gris (Nórdica libros), de Thor Vilhjamasson

                              

 Asmandur pensó que tal vez habría otro rostro debajo de aquel que lo miraba; en el que podría verse el bullir de su alma, si se pudiera retirar aquella máscara moldeada por los elementos. En las producciones cinematográficas islandesas que llegan a nuestras pantallas resalta el contraste entre la magnificencia de la amplitud su paisaje y la asfixia que destila la vida de sus habitantes, sea de un entorno urbano o rural. En obras como Sparrows (2015), de Runnar Runarsson o Heartstone, corazones de piedra (2016), de Guðmundur Arnar Guðmundsson, predomina la sensación de restricción y ensimismamiento, la dificultad de conjugar la expresión de sentimientos y de lidiar con lo que piensan los demás. En la mordaz Buenos vecinos (2017), de Hafsteinn Gunnar Sigurdsson, un árbol es el elemento de conflicto, entre unos vecinos, que desata sus miserias. Esa emponzoñada y retorcida constricción de aduana vital se amplía a la relación del extraño como evidenciaba Y respiren normalmente (2018), de Isold Uggadottir, centrada en el contraste de la vida de dos mujeres, una mujer islandesa que sufre las agonías de la precariedad (incluida pérdida de piso),e inicia un trabajo como aduanera, y una mujer de Guinea-Bissau que será deportada, precisamente, por la intervención de la primera, al advertir una anomalía en su pasaporte (o de qué modo tan fácil nos convertimos en esbirros de un sistema que nos asfixia u oprime). Y también se extiende al mismo entorno, como si mediante círculos concéntricos que se amplían en su eco se acentuara esa restrictiva actitud que nos encierra en nuestro ombligo, como con agudeza planteaba La mujer de la montaña (2018), de Benedikt Erlingsson, en la que, mediante los actos saboteadoras de una insumisa mujer, se cuestionaba la política económico-empresarial que ignora, y más bien, desprecia las consecuencias de la implantación de unas empresas en el medio ambiente y en las vidas de los habitantes. En suma, ¿sabemos relacionarnos con los demás, sean los de nuestro entorno o foráneos, y con el mismo entorno? ¿Quién conoce a otro? ¿Te conozco yo a ti?¿Me conoces tú a mí? Nos amamos. Nos gozamos. Y después volvemos a convertirnos en dos seres humanos. ¿Qué es lo que sabemos de nosotros? Son interrogantes o cuestiones que atraviesan y alientan Arde el musgo gris (Nórdica libros), de Thor Vilhjamasson (1925-2011). Ese desencuentro de diálogo se expresa a través de la diversidad de su estilo y su estructura fractal. Un estilo exuberante, lírico, que detalla la materialidad de la naturaleza, se despliega en excursos en el territorio del mito, o del impresionismo de las emociones, y un estilo más sobrio, acorde a la crónica judicial, o las conversaciones dialécticas. En la obra confluyen las miserias humanas con las quimeras heroicas. O su desajuste. ¿Acaso la nación no tenía nada en común que no fuera la miseria y los fantasmas? Las antiguas sagas, claro. ¿Pero no eran solamente los héroes, las quimeras?. En el núcleo de la novela, o de sus fragmentos que asemejan a añicos, el forcejeo dialéctico entre el acto de matar y la fragilidad humana, los extremos que enfocan sobre la condición del ser humano. En la espesura del entremedias, difusa, la lacerante interrogante del por qué. Pero cuál debe ser el modo de enfocar. ¿Cómo podemos juzgar si quizá no sabemos comprender?.

Daba gracias por gozado de la espléndida belleza de las montañas que hacían que la mente se elevara muy por encima de las preocupaciones cotidianas, de sus pequeñeces y nimiedades. Le había venido bien ponerse en camino, separándose así de sus libros, de su hogar, de los poetas latinos que buscaban la belleza y rechazaban lo que pasaba al hombre aquí abajo, la desventura y la apremiante necesidad que ahogaba tantas cosas desde su misma cuna, y las mutilaba y desfiguraba. En esa travesía, en ese recorrido desde la restricción de la mirada de juez a la mirada comprensiva fluye, o eso intenta, el protagonista, el juez y poeta Asmandur, que se desplaza (físicamente) para ejercer de juez contra dos hermanos acusados tanto de relación incestuosa como de realizar un aborto. Su desplazamiento (emocional o mental) no concluye sino en un grito que evidenciará el desajuste que hay en él entre el poeta y el juez. Se siente representante de la actitud que puede rescatar al ser humano, a sus conciudadanos, de las ciénagas de su naturaleza desfigurada y desorientada. Con aquella urgencia que sentía de escribir poesía para aliviar su alma, y de aprovechar al máximo sus energías para su propia salvación y para elevar a su pueblo a la misión que había soñado para él, la misión que veía como un deseo de la providencia divina; alcanzar la madurez y cumplir lo que a aquella nación correspondía. Pero quizá sea su actitud la que apuntala el desenfoque, el extravío. Los jóvenes se aman. Se les puede enfocar desde esa perspectiva o condenar por infringir la ley de los hombres (o esa entelequia llamada divina que no es sino extensión de la propia restricción de miras de los seres humanos) por realizar incesto. La joven tenía bien alta la cabeza, y exhortaba a su amante a alejar de sí toda inquietud acerca de lo que pudieran pensar los demás, y a gozar las cosas mientras duraban. Pero el juez parece enfocar desde la mirada que ve a los otros como representaciones que ajustar a un molde, por eso las desprecia, aunque en teoría se considera valedor o salvador de las mismas. Se sentía violento, no le apetecía lo más mínimo tener que dedicarse a aquello. La gente a la que había interrogado le parecía insustancial. Muy lejanos. Así que este es mi pueblo, pensó, y sintió repugnancia. El juez representa esa actitud que se siente por encima, y mira por encima, o juzga a los demás desde el prisma de un modelo (que se asocia con un mito o entraña de tradición) pero no sabe establecer un vínculo frontal ni comprensivo. Tú, el individualista. Tú, que crees en la fuerza del individuo, Pero abominas de la debilidad. Lo débil y lo pequeño, ¿nunca piensas en eso?¿Nunca piensas en cómo se siente el reo? Lo que vive en su pecho. Su deseo de vivir. Sus sueños. El naufragio de su deseo. Las esperanzas que luchan contra la desesperación. Tú, que eres poeta. (…) ¿Cómo puedes ser dos personas en una sola? El poeta con el deber de comprender lo que intenta vivir. Y el juez implacable que se cierra ante aquello que no concuerda con los párrafos de esas artificiales leyes nuestras?

El juez es la actitud que apuntala respuestas, y pretende que la realidad, y los demás, se ajusten a ese patrón o modelo. La narración, con su misma estructura escurridiza  y sinuosa, alienta las interrogantes sobre qué es lo que sabemos de nosotros, y por tanto de los otros, o por qué un ser humano es capaz de matar, qué es lo que le puede conducir a realizar tal acto, o sobre si nos esforzamos en disponer de la necesaria mirada flexible, con una perspectiva realmente amplia, para ser capaces de comprender la fragilidad de los demás, en vez de tender al juicio tajante y restrictivo que tan fácilmente puede derivar en infligir daño a otro con cualquier justificación (legitimada). Somos débiles y contradictorios. No podemos vivir sin destruir otras vidas. Pero eso no ha de alegrarnos, sino apenarnos. En un poema de la Edda (la raíz de la mitología escandinava) destaca la máxima el hombre era el gozo del hombro. O no hay nada mejor que la compañía de otro ser humano. La cuestión es interrogarse por qué complicamos tanto la posibilidad de ese goce. Allí no se acurrucaba cada uno en su rincón como mensajero de alguna desgracia, allí, el insignificante no era rechazado como huésped, allí reinaba la concordia entre las personas, y el hombre era el gozo del hombre.

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