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domingo, 27 de septiembre de 2020

Tarde de perros

                           

Un barco fluye por las aguas de Nueva York, perros escarban en la basura, ancianos conversan en la calle, niños se lanzan a una piscina en una azotea, obreros trabajan en las calles o en edificio en construcción, gente riega su jardín o la acera, practica el tenis, o toma el sol en la playa o dormido en la acera o con un placa solar en lo alto de un edificio; el tráfico de coches y aviones, el tráfico y la circulación de la vida, rutinas y diversidad de transeúntes como una mujer que sale de un edificio junto a una marquesina que anuncia una reposición de Ha nacido una estrella, sin aún saber que el que fue su marido, Sonny (Al Pacino), será durante unas horas una estrella, protagonista escénico, centro de atención de los medios, por apostarse con rehenes durante tras un fallido intento de atraco. Los hay que recogen la basura, y quienes venden sus productos en puestos callejeros. Basura y comercio, conceptos muy amplios que abren sórdidas compuertas cuando se transforman en metáforas. Calles, y más calles, y más transeúntes anónimos que conforman el aliento de la ciudad, como tres hombres en un coche, junto a un banco, al que entrarán para atracarlo, pero fracasarán, aunque sí dejarán de ser anónimos. Este es el prólogo de Tarde de perros (Dog day afternoon, 1975), de Sidney Lumet, con guion de Fran Pierson, inspirado en un artículo de la revista Life, The boys in the bank, de P.F Kluge, sobre un atraco que tuvo lugar en Brooklyn en agosto de 1972.

El relato se inicia con un barco que fluye por las aguas, en donde nada parece que enturbie el paisaje. Es lo que tienen también los planos generales, que poco se advierte de lo que sienten las figuras diminutas que contiene (o se desplazan). Y la narración concluye con un avión que no despega, ilusiones que definitivamente se frustran, el fallido intento de asaltar a una prisión invisible, la ciudad, la sociedad. Sonny en un momento dado dado grita '¡Attica, Attica! (alusión al motín carcelario en Attica, de 1971), y es jaleado por el público asistente, como si fuera un héroe que sufre, como cáustica inversión de la resistencia patriótica de El álamo, el asedio de un cuantioso número de policías. Ese desorbitado número se podría tomar como una hipérbole, como lo era el caustico final de Ruta suicida (The gauntlet, 1977), de Clint Eastwood (quien ni por esas conseguía desprenderse del peso de la calificación de fascistoide desde Harry el sucio), en donde el autobús que conducía el policía que encarnaba Eastwood era acribillado por miles de balas de otros policías. Pero lo desorbitado en este caso tiene base real (fueron 150 los que asediaron a Sonny Wotjowtiz, el atracador en el que se inspira el personaje de Pacino).

 

Tarde de perros es una mordaz sátira de supurantes sombras. Su luminosidad no oculta su entraña siniestra. No son zombies o delincuentes espectrales los que asedian, como en La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, 1968), de George A Romero o Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on precint 13), sino policías y agentes del FBI. Ya el comienzo indica que este atraco se aleja de ciertas convenciones, como si el proyector temblara y dejara paso al pálpito de lo real (no hay ni banda sonora, dejando de lado la canción Amoreena de Elton John en el montaje secuencial inicial, y otras dos canciones que se oye diegéticamente). Nada más entrar en el banco, uno de los atracadores no se ve capaz y pide que le dejen ir. Tampoco hay el dinero que esperaban, porque acaban de llevárselo, por lo que tienen que coger cheques de viaje, lo que conlleva que Sonny queme en una papelera el libro de registros, sin percatarse de que ese humo puede llamar la atención del comerciante de enfrente. Es lo que tiene la vida, imprevistos que pueden determinar que te encuentres rodeado de una marabunta de agentes de la ley. Tampoco el ambiente que se crea dentro del banco es el que se considera previsible, desde luego mucho menos tenso que el de los policías en la calle, caracterizados por su gesto adusto, severo o crispado, prestos a apuntar con un arma, y molestos porque la gente disfrute del asedio como un espectáculo en el que los héroes no son precisamente ellos. Cuando el público asistente repite las palabras de Moretti (Charles Durning), el oficial de policía que dialoga con Sonny,  casi determina una carga policial para acallar la irrisión. Dentro, en cambio, las cajeras conversan distendidamente con los atracadores, o hasta juegan con su fusil (quizás, porque de algún modo, Sonny es uno de ellos, alguien que era un rehén de una sociedad no precisamente justa).

Es un espectáculo, un circo o un carnaval (un freak show, como dice Sonny). El chico que lleva las pizzas salta alborozado y grita que es una estrella por ser centro de atención, para las cámaras, durante unos segundos. En la vida sueles estar siempre fuera de campo, de repente eres algo, aunque seas un atracador que perturba un tanto el orden donde todo parece que fluye como si nada ocurriera, como un barco en las aguas calmas del río. Un periodista televisivo le pregunta a Sonny por qué lo hace, por qué no busca un trabajo. Sonny justifica su acción argumentando que, tras volver de la guerra, no quería conformarse con un mísero empleo, y lo ejemplifica con el de cajero de un banco. Las respuestas molestan, y se corta la emisión. Hay respuestas que se convierten en preguntas perturbadoras. Quizá no sea tan fácil encontrar trabajo, quizá te has ido a servir a la guerra, y a la vuelta te has encontrado con que no dispones precisamente de facilidades, si no tienes un carnet del sindicato eso te complica un tanto las cosas. Quizá tu novio, Leon (Chris Sarandon), quiere cambiarse de sexo, y eso cuesta el ojo, o los dos, de una cara. Y quieres complacer a quien amas. Y un banco suele tener dinero. Quizá sea la única opción para conseguirlo. Como si, a la vez, sin pretenderlo, realizaras un motín contra una sociedad que te pone  las cosas díficiles más que favorece, que te asfixia y no te deja fluir sino que te aboca a sentirte varado. Mejor intentar algo en una tarde de perros que seguir soportando una vida perra. Quizá no sea una circunstancia que haya cambiado pese a las décadas transcurridas. Quizá sea el momento de que todos gritemos de nuevo: ¡Attica!

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