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miércoles, 16 de septiembre de 2020

La última orden

La vida puede tener giros de guion sorprendentes. Tal es el caso en el que está inspirada esta obra maestra de Josef Von Sternberg, La última orden (Tha last command, 1928), el de un general ruso en los tiempos del último Zar al que el curso de la vida, destino o azar, llevó a que trabajara como extra en Hollywood. Ernst Lubitsch había comentado al argumentista Lajos Biro la anécdota sobre el general Theodore A Logidenski que había conocido en Rusia, con el que se reencontró primero en Nueva York donde había abierto un restaurante, y después cuando buscaba, portando su uniforme de general, trabajo como extra por 7’50 dolares. De ser una figura relevante, centro de escenario de realidad, a ser nadie, una figura más entre múltiples figuras indiscernibles. La vida puede ser un extraño escenario con cruel ironía. Ironía tan mordaz cruel es que quien fuera antagonista, el revolucionario con quien se enfrentó diez años atrás, Leo Andeyev (William Powell) sea ahora un cineasta consagrado en Hollywood que actúa, precisamente, como si fuera un zar. En la secuencia inicial, en su despacho, rodeado de su equipo, cuando se lleva un cigarrillo a la boca, más de media docena manos ofrecen solícitas fuego para encenderlo. Andeyev está mirando unas fotografías en busca de un extra que represente a una figura importante en determinada secuencia. Se detiene ante la de un general en la época del Zar, Dolgorucki (Emil Jannings).

Tras recibir Dolgorucki la llamada en la pensión donde vive (su rostro surge de la oscuridad de su habitación por el quicio de la puerta como un temblor temeroso), se suceden una serie de secuencias prodigiosas: desde un mordaz letrero que pone en busca del pan en Hollywood, la cámara realiza un largo travelling sobre una multitud agolpada ante unas verjas, que no son sino las del Estudio. Cuando las abren entran en tropel, como si les impulsara una necesidad teñida de urgencia y desesperación implícita; la cámara realiza un travelling lateral, desde el interior, por las diversas ventanillas en las que les van dando, según el rango militar de su personaje, los diversos componentes del vestuario; la expresión casi ausente, como si le pesara una resignación desolada de Dolgorucki contrasta con la agresividad virulenta de los otros extras, malencarados, hacinándose y lanzándose, sobre las ventanillas como una masa desbocada; la secuencia transmite una sensación opresiva, acrecentada por la indiferencia de los trabajadores que les suministran el vestuario; en la sala donde se concentran para maquillarse y vestirse, otro extra hace chanza de la medalla que se pone Dolgorucki, y otro se irrita por el tic nervioso que tiene en su rostro, como si tuviera un espasmo que asemejara un permanente gesto de negación, y que explica fue debido a un shock que sufrió.

Dolgorucki se mira en el espejo, con ese temblor de negación en su rostro y su expresión de abismal desolación,  y la narración viaja al pasado, cuando era realmente el Gran Duque Serguei. En aquel tiempo en el que su figura se desmarcaba de la multitud hacina. Nos lo presentan entrando en un pueblo, cómodamente sentado en su carruaje, para pasar revista a las tropas. Desde una ventana lo contempla Leo, un revolucionario entonces (en ambos casos es alguien que mira desde una distancia; en un caso, escondido, en otro, tras una cámara), al que acompaña Natacha (Evelyn Brent), director y actriz, respectivamente, en una compañía teatral, que son requeridos para ser interrogados por el Gran Duque. Antes de que les interrogue reprende a un subalterno al que ha sorprendido de nuevo poniéndose su abrigo y fumando uno de sus cigarrillos: dice a un oficial que la próxima vez que le sorprenda así le quita el abrigo y fusila a lo que está dentro. En el interrogatorio, se produce el enfrentamiento con Leo, al que golpea con su fusta en el rostro (sucedidos por una admirable serie de cortos primerísimos planos de ambos mirándose desafiantes), y queda prendado de Natacha. A partir de entonces serán pródigos esos detalles mordaces que establecen asociaciones que minan la consideración o juicio de la realidad sobre opuestos, cuando más bien son reflejos. El encuadre inicial de Leo rodeado de los cuerpos de sus subalternos del equipo técnico se repite con el Gran Duque rodeado de sus oficiales. Natacha no podrá matar a éste porque se da cuenta de que a su manera ama tanto al país como ella. Las humillaciones que realiza el Gran Duque encontrarán su reflejo, en una asombrosa y descarnada secuencia, en las que realizan los revolucionarios. Como dice el subalterno al que había sorprendido con su abrigo, el cuál ahora se lo quita con exaltada satisfacción, antes eran esclavos y ahora son los amos: no cambia nada, sólo quien detenta el poder (detalle cruel; otro de los revolucionarios matará al subalterno durante sus celebraciones dominadas por el alcohol).

El shock que había determinado ese tic nervioso en el Gran Duque se debía haber sido testigo de la muerte de su amada, Natacha, al ver cómo, tras caer desde un puente, se precipita en el agua helada el tren del que ha saltado y escapado gracias a ella. En las secuencias finales, en el rodaje, encontramos más correspondencias: Del mismo modo que el Gran Duque pasaba revista a las tropas, ahora lo hace Leo con los extras. Si el primero golpeó a Leo con una fusta en el rostro, éste ahora la porta para dársela al Gran Duque para la escena en las trincheras en la que fustiga a un soldado que se rebela contra él. Si él humilló a su subalterno por portar su abrigo, el ayudante de dirección lo hace porque se cambia de lugar en el abrigo una estrella que le ha colocado a modo de condecoración. Como dice Leo, al verle con su vestuario antes de rodar, es el mismo abrigo, el mismo hombre, pero ha variado la situación, el escenario. Aunque, como ha ido sugiriendo Von Sternberg con esos mordaces detalles, poco varía sustancialmente el escenario: cambian los rostros de los que lo dominan. El artificio desmonta la condición de artificio de la realidad. La narración concluye con el travelling de alejamiento de un escenario, el de un decorado de rodaje, que la realidad ha quebrado con sus fisuras, las de la emoción dolorida, tras que Dolgorucki sufra un infarto mientras interpretaba una escena que él sentía como si fuera otra circunstancia que había sufrido en el pasado, de ese pasado que no había superado. No había abandonado, como reflejaba su espasmo cual negación desesperada e impotente, las trincheras de la desolación. El escenario de la vida parece ante todo regido por la crueldad humana y por los desatinos y las inconsistencias de sus ficciones.


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