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domingo, 31 de mayo de 2020

Ojos sin rostro

Ojos son rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju atesora dos cualidades, sobre las que se vertebra, que hacen de esta obra una de las más estimulantes y cautivadoramente siniestras que ha dado el género fantástico. El trabajo sobre la duración, a través de una modulación narrativa que propicia una percepción alterada, un extrañamiento que es enrarecimiento, como si se hubiera cruzado el umbral a otro mundo, o más bien percibiéramos éste desde otro ángulo, advirtiendo su condición o naturaleza turbia. Se escancia, como una partitura, una atmósfera incómoda, inquietante, que no se puede despegar de la piel. Y, por otro lado, su modélica construcción sobre la incógnita, o sobre sucesivas incógnitas que se van desvelando a la vez que propulsan nuevas incógnitas, como la piel que se va rasgando lentamente, o la máscara que se va descubriendo, hasta que lo entrevisto se discierne, revelando la faz siniestra, la carne desgarrada y doliente. En el primer tramo, aún inciertas las piezas del rompecabezas, se dilatan los trayectos, en forma de meandros narrativos, que van trazando los contornos de una trama sustentada sobre la urgencia de una restitución, el rostro desfigurado oculto bajo una tétrica máscara blanquecina.
Franju adaptó la homónima novela de Jean Redon, con la colaboración del propio escritor y Claude Sautet, también asistente de dirección. Su planteamiento anticipaba conflictos con la censura de Francia, Inglaterra y Alemania, respectivamente, por el exceso sanguinolento, el tratamiento de perros como cobayas y de la figura del cirujano loco (mad doctor). Franju recurrió a Pierre Boileau y Thomas Narcejac, autores de las novelas que sirvieron de base para Las diabólicas (1955), de Henri Georges Clouzot y Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Ampliaron la relevancia dramática del personaje de la hija del cirujano, Christianne, vertiente que contrarrestaba el impacto de las tres cuestiones conflictivas. Aún así la secuencia de la operación suscitó abandonos de sala y desmayos en varios países. John Carpenter se inspiraría en la máscara blanquecina de Christianne para la que porta Michael Myers en La noche de Halloween (1978)
En la primera secuencia, Louise (Alida Valli), conduce en la noche; a través del retrovisor se aprecia un cuerpo de rasgos indiscernibles; Louise arroja el cuerpo al río. El doctor Gennieres (Pierre Brasseur), tras acabar una conferencia sobre las posibilidades del injerto en el cuerpo humano, es llamado para identificar a una chica en la morgue, el cuerpo arrojado al río, que reconoce como su hija. Tras el funeral, se dirige a su mansión en el campo, en la que recorre las estancias hasta que entra en una habitación donde yace una chica con el rostro oculto, su hija Christianne (Edith Scob). Su rostro quedó desfigurado tras un accidente de coche (que él conducía), y el doctor asesina chicas de rasgos similares para lograr restituir su rostro injertando la piel de las fallecidas. Pero la piel injertada tiene una duración limitada de resistencia antes de que aparezca la necrosis, por lo que debe matar otras chicas hasta conseguir que el injerto sea estable. Christiane, con su máscara blanquecina, pasea por las estancias de la casa, como un espectro; realiza una llamada, pero al oír la voz cuelga; más adelante sabremos que es la voz del hombre que ama. También durante este tramo de la narración se escuchan repetidamente ladridos de perros que dominan, con su inquietante off, la banda de sonido (como si fuera la transposición de un ladrido interno, de una herida emocional). Son perros enjaulados que sirven de cobayas para los experimentos (son la transposición del desesperado enjaulamiento de Christianne).
Franju logra crear, sedimentar, cual silencioso goteo, una atmósfera de terror casi abisal con su caligrafía precisa, gélida (obra de Eugen Schufftan), un blanco y negro pulido, casi blanquecino, como la máscara de Christiane, y su modulación de tempo dilatado, cual deslizamiento que afirmara la inestabilidad, valga la paradoja. La belleza de lo siniestro sangra por los poros de su celuloide. Sobrecoge tanto el vislumbre, borroso, del dañado y desfigurado rostro de Christianne (desde la perspectiva de la chica cuya piel va a ser extraída) como su nuevo rostro, perturbador, como si la identidad fuera un el céreo rostro sin vida de un maniquí. Como desazonante es la poesía de lo siniestro que emana de su doliente, casi trágica, condición, cual criatura frankensteiniana, abocada a los frustrados reintentos como si estuviera condenada a la provisionalidad de la vida como la duración de un suspiro antes de sufrir de nuevo la degradación de su condición desfigurada. La antítesis de un cuento de hadas, la imposibilidad de despertar de la bella durmiente o el retorno cada medianoche a la vida de sumisión y privación para Cenicienta. Sensación que no se desvanece pese al catártico final, como si la noche, aunque sea espacio de liberación, ya dominara un escenario descompuesto, desgarrado.

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