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jueves, 14 de mayo de 2020

El quinteto de la muerte

Para el guión de El quinteto de la muerte (The ladykillers), de Alexander MacKendrick, William Rose declaró que escribió lo que había literalmente soñado. En el principio un sueño. Su materialización es una transfiguración. Sus coordenadas, la realidad que se estira como la materia elástica de un sueño o de un dibujo animado que adquiere la dimensión de una corrosiva sátira caricaturesca. Un espejo distorsionado que enfoca en el figurativo callejón sin salida de una sociedad, la británica. MacKendrick aplicó las coordenadas del lenguaje de un dibujo animado (predominancia de específicos colores en determinadas estancias; el uso del sonido y encuadres), en este caso protagonizado por cinco Silvestres enfrentados a una Piolin, es decir, cinco facinerosos atracadores enfrentados a una inofensiva viejecita, Mrs Wilberforce (Katie Johnson). O inofensiva, según se mire. Nos la presentan, desde la perspectiva de los policías de su comisaría más cercana, como otra de esas viejecitas que chochean y no haces mucho caso de lo que dicen. Sus rocambolescos relatos pertenecen a su particular dimensión mental, una fugaz interferencia en el discurrir ordinario de las preocupaciones de los representantes del orden, quienes, comprensivos, la tratan con condescendiente paternalismo, cuando acude con el bienintencionado propósito de aclararles que su vecina no vio realmente un platillo volante (sino que se había quedado dormida oyendo un serial sobre invasiones extraterrestres, y creyó que la invasión se producía de verdad), no sea que pongan en funcionamiento el ejército. Es una figura al margen, como esa casa al fondo de una calle sin salida. Es una mujer de orden, sin mala intención, como tampoco la tiene la Naturaleza, y ahí están los tsunamis, por ejemplo. Como el caos que ella crea en la calle cuando reprueba el comportamiento de un vendedor de frutas con respecto a un caballo que intenta comérselas.
Con esa primera secuencia la excentricidad ya está en marcha (lo posible y sus distorsiones en los relatos y las acciones). Se apuntala la sensación de que estamos en un universo en el que hubieran liberado a unos dibujos animado, cuando apreciamos que alguien la sigue por la calle hasta tocar el timbre de su puerta (en primer lugar, es una sombra que se refleja en el anuncio que ha colocado en una tienda para buscar inquilinos, y planos después se insinúa siniestramente por las ventanas y la puerta de la casa de Mrs Wilberforce). Cuando se visibiliza esa sombra se revela una figura inquietante, Marcus (Alec Guinness), cuyos rasgos parecen definidos por la distorsión (un antecedente del profesor chiflado de Jerry Lewis, quien tendía a las caracterizaciones distorsionadas, aunque Guinness ya había demostrado su querencia transformista multiplicado por ocho en Ocho sentencias de muerte, 1950, de Robert Hamer). El propósito aparente de Marcus es el alquiler una habitación, que compartirá con cuatro compañeros, el mayor Courtney (Cecil Parker), Robinson (Peter Sellers), Primer asalto Lawson (Danny Green) y Louis (Herbert Lom) para ensayar composiciones musicales para quinteto de cuerda. El propósito no revelado, la razón de la sombra, es la preparación de un robo para el que utilizarán como pieza instrumental a la misma Mrs Wilberforce (la casa es una tapadera, como se aprovecharán de la apariencia inofensiva de ella para que coja el baúl con el dinero en la estación, ya que nadie sospechará de ella), aunque el componente más agresivo, el que tiene más aspecto siniestro de delincuente (aunque parece antecedente de los gangsters de la versión animada de los Autos locos) es quien mostrará más reticencias a la pertinencia estratégica del uso de la anciana.
La acción también viene marcada por el ritmo de los efectos sonoros, como los golpetazos que da la anciana con un mazo a las tuberias, o las voces de los loros (no sólo se puede establecer una asociación con la anciana, el mismo Marcus parece una siniestra urraca). Cuando la anciana evoque a los atracadores la fiesta de su veintiún cumpleaños, interrumpida por el anuncio de la muerte de la reina, la secuencia concluye con triste acorde musical y el sonido distante de un tren. Ese empleo expresivo del sonido, acorde al dibujo animado, ya manifiesto en la previa El hombre del traje blanco (The man with the white suit, 1951), sería también uno de los principales recursos expresivos de la posterior Delicattesen (1991), de Jean Pierre Jeunet y Marc Caro, en la que se advierte un claro influjo de esta obra, como también se percibe en el cine de los hermanos Coen, no sólo por su directo remake, The ladykillers (2004), quizá su única obra fallida, sino en general, o sobre todo en sus comedias más disparatadas, o dislocadas, como Arizona baby (Raising Arizona, 1986), El gran salto (The Hudsucker proxy, 1993) o Quemar después de leer (Burn after Reading, 2008). Incluso, por qué no, en los confinamientos de ciertas obras de Polanski, Cul de sac (1966) o El quimérico inquilino (1976)
La anciana vive en Kings cross, en Londres, en una pequeña casita de dos pisos al final de una calle, flanqueada por los edificios de la barriada, todos semejantes, y tras ella, un puente bajo el que pasan los trenes. Flota la sensación de Cul de sac, o de límite con otro mundo. Se puede establecer una singular conexión con la posterior El estrangulador de Rillington Place (10 Rillington placer, 1970), de Richard Fleischer, por cuanto son entornos muy parecidos. Dos diferentes ángulos de enfocar en las infecciones de una inmovilidad social o corsés de una tradición, o sus consecuencias destructivas, en un caso con una inofensiva anciana, que sin saberlo se convierte, de modo indirecto, en figura letal, y en el otro con un asesino en serie de mujeres. El espacio donde va a tener lugar la acción ya está delineado con precisión, como el hecho de que los cuadros estén inclinados, como la casa, efecto de los bombardeos durante la segunda guerra mundial. Detalle que desestabiliza al meticuloso Marcus, que no deja de intentar colocarlas en su correcta posición, siempre ineficazmente, ya anuncio de lo que posteriormente los cinco atracadores intentarán, de modo infructuoso, con la ancianita, cuando se convierta en un elemento molesto, o desestabilizador, que eliminar. O cómo hay desequilibrios que será imposible corregir. Lo que parece inofensivo puede ser letal.
En principio, la perturbación de la ancianita será, o parece, más bien leve. Simulan que tocan la música de Boccherini (que suena en un tocadiscos), por lo que deben ajustarse a la escenificación, cada uno con su instrumento, cuando no deja de interrumpirles trayéndoles té o pidiéndoles ayuda para coger un loro, en una cadena de adversidades que es primer indicio de lo a que puede abocarles la ancianita cuando descubra, accidentalmente, lo que realmente son, y cómo la han utilizado. Subyace un siniestro absurdo que invoca, como el mismo escenario donde está ubicada la casa, una sensación de atasco, de encierro, del que no podrán salir bien librados por mucho que lo intenten. Algo ya sugerido, o anunciado, cuando tres, casi cuatro, de los componentes se quedan atascados en una cabina telefónica al intentar averiguar, por el quinto componente, al otro lado del lado del teléfono, por qué la ancianita ha vuelto a la estación, tras llevarse el baúl con el dinero (se había olvidado el paraguas, ese paraguas que se olvida en cualquier parte).
Cuando al fin parece que se marchan con el dinero, o eso se creen, oculto en las fundas de los 'supuestos' instrumentos, la anciana no hace más que pisar la bufanda de Marcus, anticipo de cómo la tira del contrabajo de Lawson se quedará enganchada tras que la puerta sea cerrada, y al intentar tirar de ella el dinero salga volando, para perplejidad de la anciana cuando abra la puerta y desesperación de los atracadores que no conseguirán proporcionar una explicación convincente. Más bien comienzan a ser apoderados, absorbidos, por la casa, el mundo de Mrs Wilberforce, apuntalado, como una puerta que se cierra definitivamente, cuando acto seguido van llegando las amigas de la anciana, cual correas humanas que los ataran de modo invisibles. Se convierten en cautivos, como niños a los que dan una reprimenda, y aguantan las ganas de salir corriendo o hacer algo peor con ella, de lo que es definitoria esa memorable imagen de todos los atracadores con un taza de té en un mano y un bizcocho en la otra, cada uno soportando la cháchara de las cinco ancianas. Definitivamente están atrapados. Y es que en una casa donde se utiliza el mazo para desatascar las tuberías o los cuadros están irreversiblemente inclinados, es difícil que uno logre reajustar nada como uno quiere, y que no acabe, además, con un mazazo en la cabeza. Por eso, cuando los cinco atracadores intenten asesinar a la anciana su propósito revertirá contra ellos, ya que irán muriendo uno tras otro, se irán eliminando como si fuera imposible eliminar a una inofensiva anciana cuyo relato ningún policía creerá. Ese es el mayor absurdo. Esa es la fatalidad de una realidad, y una sociedad, con un código de circulación desquiciado.

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