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viernes, 29 de mayo de 2020

¿Qué sucedió entonces?

¿Qué sucedió entonces? (Quatermass and the pitt, 1967), de Roy Ward Baker, se define por una modélica construcción narrativa, sostenida sobre la progresiva dosificación de detalles inquietantes, que va perfilando una desasosegante incertidumbre, mientras sobre las interrogantes que suscitan las incompletas piezas del rompecabezas se modula una proverbial atmósfera tenebrosa. De este modo, cuando la amenaza es aún indefinida, objeto de variadas especulaciones, se gesta una perturbadora indefensión (ante un fuera de campo en el que todo es posible) que no se desvanece, sino que se incrementa cuando la amenaza se visibiliza y se concreta, y persiste como un eco cuando los títulos de crédito se suceden sobre la sombría imagen final, como si se hubiera vivido un trance que no deja resquicio para una vuelta atrás, o como si nos hubieran sumido en el pozo de la atávica iniquidad humana. De hecho, el título original es Quatermass y el pozo (Quatermass and the pit).
¿Qué sucedió entonces? es la tercera de la serie de obras que produjo la Hammer con el doctor Quatermass como protagonista, tras la espléndida El experimento del doctor Quatermass (1955) y la interesante Quatermass II (1957), ambas de Val Guest, en las que Brian Donlevy interpretaba a Quatermass. Se intentó realizar a finales de los cincuenta, pero la Columbia, con la que la Hammer había establecido un acuerdo para que distribuyera sus películas, no mostró interés. En 1964 lo reintentaron, pero la relación con la Columbia se había deteriorado (finalizaría ese año). Lo conseguirían gracias a un acuerdo con Seven Arts y la Fox. El magnífico guion es obra del creador del personaje, Nigel Kneale, que modifica el que fuera uno de los capítulos de la serie en su temporada de 1958, en la que André Morell encarnó a Quatermass (para la película se eliminó una subtrama con un periodista, y resulta diferente, aparte de más espectacular, la conclusión). Es magnífica la dirección de fotografía de Arthur Grant y la dirección artística de Bernard Robinson. Fue la primera colaboración, de seis, de Baker con la Hammer. Hasta entonces firmaba como Roy Baker, pero por coincidencia con un técnico de sónido, aparecería en los créditos como Roy Ward Baker (de lo que luego se arrepentiría, porque podrían pensar que era otro director distinto). John Carpenter era un gran admirador del escritor (colaboró con él en la tercera de la serie de Halloween) y del personaje. En ocasiones ha utilizado el seudónimo de Martin Quatermass, y en su obra maestra, En la boca del miedo (In the mouth of madness, 1994) buena parte de su desarrollo tiene lugar en un pueblo de nombre Hobbs End.
Durante las excavaciones de un pozo de la zona donde acaecen los siniestros hechos, un siglo atrás, declararon haber visto extrañas visiones que relacionaron con presencias demoníacas, y lo mismo siglos antes unos carboneros. Ahora, en el presente, cuando se están realizando perforaciones para ampliar una línea de metro, primero se descubren fósiles humanos que parecen datar de 5 millones de años atrás, lo que suscita el interés del paleontólogo Roney (James Donald), y su asistente, Barbara (Barbara Shelley). La brecha en el tiempo se amplía con una brecha en una incógnita que resulta difícil de encajar en la secuencia temporal, un extraño fragmento metálico de composición desconocida que, desde la perspectiva del coronel Breen (Julian Glover), una variante de las bombas volantes que lanzaron sobre Londres durante la segunda guerra mundial. No duda, como sí el físico Quatermass (Andrew Keir), pese a que no se escuche ningún ruido en su interior (como en cualquier bomba), no haya desintegrado los cráneos, y el contacto de la superficie, pese a que no se sienta el frío, amenace con congelar las manos, y resulte imposible penetrar su superficie con un soplete (ni siquiera se calienta la superficie). Además de ese fascinante decorado, y esa extraña aparición de forma anómala (para ser una bomba), con compartimento interior, hay más detalles inquietantes. Esta estación de metro, de nombre Hobbs end, está en una calle de nombre Hobbs Lane, que antiguamente era Hob Lane (Hob era una de las denominaciones del diablo). Por otra parte hay constancia de que cuarenta años atrás, en las casas colindantes, se registraron extraños fenómenos, como turbadores ruidos y visiones de seres que asemejaban aterradores enanos, lo que acabó propiciando que los inquilinos abandonaran las casas. Resulta admirable cómo se modula el tiempo, la duración de los planos, en la secuencia en la que un policía, que muestra una de esas casas abandonadas a Quatermass (Andrew Keir) y Barbara, se sugestiona con los sonidos o detalles siniestros como los arañazos en la pared desconchada, y sale corriendo. Parece que se palpara luna mefítica iniquidad invisible en el ambiente.
A diferencia de El experimento del Dr Quatermass, no es Quatermass la obtusa mente inflexible, sino, en este caso, el coronel Breen. Un buen detalle es que ambos sean presentados en una lid con respecto a un proyecto de cohetes para el que Quatermass busca el apoyo del gobierno. Breen encarna la mentalidad que considera al 'otro' una amenaza, la visión de la vida como una dinámica, inmovilista, definida por el enfrentamiento. Irónico que a lo que se enfrenten, tras descubrir en su interior a unas extrañas criaturas que asemejan a langostas, sea una nave de un mundo exterior que llegó a nuestro planeta cinco millones años atrás. Tanto a él como al ministro de Defensa les cuesta asumir que quizá la criatura humana proceda de los diversos experimentos que realizaron esos esos seres de Marte (para ellos unos meros insectos) con los primates de entonces. Su mentalidad cuadriculada y restringida no pueden, pero tampoco quieren, imaginar ese escenario como posible. No conciben que unos insectos pudieran ser más inteligenes tanto tiempo atrás, o que esa nave esté viva, cual cerebro durmiente que se puede reactivar y amenazar la seguridad de los humanos. Su arrogancia obstaculiza la asunción de lo que no quieren que sea. Sólo conciben un escenario de rivalidad, pero sólo uno que puedan controlar y dominar dentro de sus limitadas coordenadas mentales (por eso prefieren pensar es un objeto de un pasado, una lid, que concluyó), y descuidan cualquier prudencia. No quieren considerar la opción más aterradora, la equiparación entre aquellos seres, tendentes a la violenta purga de índole eugenésica, con los humanos, porque sería mirarse a sí mismo de frente. Las cataclísmicas secuencias finales de esta obra, de respiración lovecraftiana, son la corpereización de esa constatación, una turbia inmersión en el más tenebroso horror, como esa amenazante figura en el cielo nocturno, la irradiación de la tendencia humana a la destrucción.

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