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jueves, 21 de mayo de 2020

En el corazón del bosque (Errata naturae), de Jean Hegland

Me habló de los días en que llegó la gripe, y de la conmoción y el pánico que la gente sintió cuando se dio cuenta de que no había nada ni nadie a lo que recurrir para curarse. Me habló del temor al contagio que reinaba en la ciudad, de cómo las personas dejaban de estrecharse las manos y de compartir su comida, de cómo se encerraban en sus casas y sin embargo morían, se encontraban bien una semana y fallecían a la siguiente. Es un fragmento de una novela publicada en 1997, En el corazón del bosque (Errata naturae), de Jean Hegland, pero en cierto grado parece que habla de nuestro presente. Lo que sí se ha evidenciado es que en poco de más de veinte años poco se ha aprendido o, dicho de otro modo, poco han variado nuestros hábitos o nuestras inercias, incluso se han agudizado. No deja de ser irónico que si esta sociedad del siglo XXI se ha definido por el incremento de velocidad de circulación, de información o de los suministros que sea, por tanto, por la comodidad y la pronta accesibilidad (como si cualquier vertiente o recoveco de la realidad estuviera a nuestra mano o disposición), por el apuntalamiento de la sacralización de la eficiencia (vector fundamental del capitalismo caníbal), la especulación financiera, es decir, la especulación sobre lo intangible, y la virtualización que nos invisibiliza paradójicamente (somos ya más apariencias y ficciones que reales) en un profuso escenario de pantallas, el virus Covid 19, un microbio, algo real pero invisible para nuestra percepción, se ha caracterizado por su rápida y eficiente propagación aprovechando las facilidades de un sistema configurado para la aceleración circulatoria. Un sistema de sofisticada tecnología, con los drones, emblema de esa compulsión (e ilusión) de control) y de nuestra suficiencia, inermes e ineficaces ante un manifestación viva, nada virtual, que ha dejado en evidencia nuestra sistema, su vulnerabilidad, y cómo debemos replantear de modo radical nuestro sistema o modo de vida (de relacionarnos con nuestro entorno medioambiental y los otros). Quizá se necesitaba una experiencia de choque, o tratamiento expeditivo, para que reaccionemos o aprendamos, porque En el corazón del bosque, veintitrés años atrás, ya se señalaba la inconsistencia de nuestro sistema y nuestras negligencias. Todo el mundo en este país de locos es capitalista, le guste o no. Todo el mundo en este país es uno de los más voraces consumidores del mundo, y utiliza recursos en una proporción veinte veces mayor que cualquier otro en cualquier lugar de este pauperizado planeta.
Ya apuntaba, primero, a nuestro desorbitado consumismo. O segundo, como complemento, a nuestra cultura del desperdicio, por la desmesurada cantidad de lo que desechamos, o de lo que prescindimos, porque no lo consumimos o no resulta pertinente o conveniente. Una irresponsabilidad e inconsecuencia establecida como hábito en nuestra sociedad que se refleja, por ejemplo, en cómo en Estados Unidos se echa a la basura cada día el 40% de su comida. Aplíquese en cualquier país occidental. Cuando pienso en cómo vivíamos, en la forma indiferente en la que usábamos las cosas, realmente me asombro y me avasalla la melancolía (…) Recuerdo haber tirado ropa porque estaba agujereada o manchada, o porque ya no estaba de moda. Recuerdo haber echado comida al cubo de la basura –restos de comida de nuestros platos de la cena- simplemente porque se había quedado ahí. Esta inercia de hábito dispone de otra vertiente negligente, la indiferencia sobre el reciclaje, ya que atenta con nuestra tendencia a la comodidad (para qué separar o distinguir, un vómito no distingue). Una suma de inercias que han exprimido de modo desproporcionado las reservas energéticas y alimentarias de nuestra planeta y configurado una sociedad erigida por las desproporciones entre los que tienen mucho o tienen poco o nada. Durante el último invierno los periódicos cuando podíamos conseguirlos venían repletos de noticias de catástrofes naturales, y me pregunto si la convergencia de todos esos desastres fue lo que nos trajo a esta situación. Y luego estaban los problemas de siempre. El déficit se había ido hinchando como una bola de nieve durante más de un cuarto de siglo. La economía había avanzado con dificultad durante decenios. Eran ya generaciones las que soportaban una crisis indefinida de petróleo. La temperatura global aumentaba, los bosques estaban desapareciendo, las tierras de labor exigían cada vez más fertilizantes y pesticidas para producir menos comida – y más envenenada-. La tasa de empleo era insostenible, el sistema de prestaciones sociales estaba muy sobrecargado, y la gente de las ciudades del interior del país resoplaba de rabia, frustración y angustia. Los escolares disparaban unos contra otros en los recreos. Los adolescentes lo hacían contra los conductores en las autopistas. Y los adultos abrían fuego contra los extraños en los restaurantes de comida rápida.
La escasa resonancia de lo que planteó, como lúcido reflejo, encontró su correspondiente eco en la indiferente recepción de su adaptación cinematográfica, En el corazón del bosque (Into the forest, 2015), de Patricia Rozema, con Ellen Page y Evan Rachel Wood. Al fin y al cabo, esta cuestión no estaba relacionada con agendas de actualidad. No era tema candente en las redes o en la sociedad. La cuestión medioambiental o el efecto de nuestros hábitos o nuestras inercias, sus consecuencias, no transcendían demasiado en discusiones o debates, más centradas en cuestiones identitarias que amplificaban el contento del yo, en la extensión del nosotros, como espejismo ilusorio para seguir siendo funcionales y dóciles figuras impersonales del sistema implantado, felices con tantos dispositivos que nos hacían la vida tan cómoda, y consumiendo todo lo que podíamos, y prescindiendo, ahítos, de las sobras. En El corazón del bosque se centra en una circunstancia más extrema que la que estamos viviendo, en cuanto la realidad y la sociedad se colapsa en un sentido más extendido y amplio. La sociedad del bienestar, o de los múltiples servicios, se cortocircuita, y naufraga. Sus dos protagonistas, hermanas, Eve y Nell, de dieciocho y diecisiete años, aisladas en su casa del bosque, con puntuales accesos a la civilización (o su proceso de degradación), centran la perspectiva del relato. Aunque, en concreto, la perspectiva, la voz que comenta, y se interroga, y duda, está planteada a través de la hermana menor, Nell. Soy la del malhumor, las preguntas con inquina, la que no se encuentra cómoda en su piel, la que no puede aceptar lo que dice su cara. Soy yo la que no es capaz de confiar en lo que sucederá a continuación, la que tiene que obligarse, exigirse, controlarse, la que tiene que enfrentarse a sí misma – noche tras noche- cuando Eva ya está dormida. Su condición más insegura, autocuestionadora, se convierte en reflejo de una actitud que fluctúa entre la consciencia y la indeterminación, esa que posibilita que otras actitudes, más inconsecuentes, desfiguren el escenario de la realidad. La próxima Navidad esto habrá terminado, y mi hermana y yo habremos recuperado la vida que pensábamos vivir. La electricidad volverá, los teléfonos funcionarán otra vez. Los aviones volarán de nuevo sobre nuestro claro del bosque. En la ciudad habrá comida en las tiendas y gasolina en las estaciones de servicio. Mucho antes de que llegue la próxima navidad nos habremos permitido todo lo que ahora nos falta y ansiamos: jabón y champú, papel higiénico y leche, fruta fresca y carne. Mi ordenador funcionará y el reproductor de CD de Eva también. Escucharemos la radio, veremos vídeos, leeremos el periódico. Los bancos, las escuelas y las bibliotecas volverán a abrir, y Eva y yo habremos abandonado esta casa donde ahora vivimos como huérfanas supervivientes de un naufragio.
El reciente colapso de su propia familia, por las muertes sucesivas, de madre y padre, se corresponde con el de la sociedad. Son dos supervivientes en un ámbito fuera de lo corriente, o del escenario o decorado definitorio de esta sociedad, el urbano. Habitan un espacio posible, pero a la vez insuficiente, porque también les afecta ese colapso, como una extensión que conecta con lo que podría ser. Sus decisiones sobre su circunstancia se definen por una colisión: Sus aspiraciones a veces en conflicto con las determinaciones consecuentes, es decir, lo ilusorio en forcejeo con lo real. A veces, me pregunto si alguien vendrá alguna vez a buscarme, si llegará un chico – un hombre- al que entregarme. Me pregunto si me quedaré siempre así , sola, siempre obligada a satisfacerme a yo misma, la mano entre las piernas, el cuerpo formando una especie de círculo, un cero, que encierra la pulcra vacuidad de la nada, una banda de Moebius, o un ouroboros, una serpiente que se muerde la cola. Soy un sistema cerrado, y anhelo, ansío desesperadamente, que alguien reclame eso que ofrezco. . Un sistema cerrado o una percepción de conjunto o contexto. Un forcejeo entre las necesidades o demandas del yo, como centro orbital, y la asunción de una condición integrante de un conjunto, es decir, la comprensión de que nuestra relación con la realidad, el entorno, la naturaleza y los otros, se deben fundamentar no tanto en lo que nos (me) afecta sino en las consecuencias de nuestros actos y de nuestras omisiones. El desequilibrio entre ambas tendencias, por la priorización de la primera vertiente (enquistada como inercia), nos ha conducido a lo que hemos padecido con el coronavirus, o la irónica eficiente respuesta de la naturaleza a nuestros despropósitos y nuestras inconsecuencias. Hemos recibido nuestro merecido. Un microbio nos ha humillado, dijo el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, el OMS. Dicho de otro modo, o enfocado como proceso de conocimiento, nos ha dada una lección que es una oportunidad de oro para que aprendamos (Si Covid 19 nos está enseñando algo, es humildad, señaló Ghebreyesus). Hace veintitrés años esta novela no sembró el necesario discernimiento, arrinconada como tantas otras obras en la sección de alegorías apocalípticas. Quizá por esta circunstancia vivida ayude a propulsar nuestro reenfoque. Nunca he sabido cuánto consumimos. Parece como si todo fuera hambre, como si un ser humano fuera simplemente un puñado de necesidades que satisfacer extrayendo para ello los frutos del mundo. No es extraño que haya guerras, no es extraño que la tierra, el agua y el aire estén contaminados. No es extraño que la economía se derrumbe si Eva y yo consumimos tanto tan sólo para mantenernos vivas.

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