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domingo, 15 de diciembre de 2019

Hamlet (1964)

El verbo de William Shakespeare, sus frases entre el arrebatado lirismo y el lacerante aforismo, que tiene poco de lenguaje realista, puede convertirse en un caballo encabritado que no logre ser domado por las riendas de la narración, y acabe desbocado, al margen del propio drama. Se puede convertir en un garfio que lastre el trayecto o el impulso dramático de una obra cinematográfica, ya que su desmesura expresiva, que parece lograr morder lo sublime, cautivo en un trance extático, parece ofuscar como el espejismo de un oasis, cual embravecida ilusión que hiciera sentir que dota de una distinción por habitarlo, o por dejar habitarse, por permitir que se sea el conductor, el oleaje, de esa tormenta eléctrica creada por un Prometeo del verbo que hace sentir que todo es posible, que todo desafío expresivo puede ser superado, que, efectivamente, en el principio era el verbo, y que aquel que posee, dome, el de Shakespeare será un iluminado, el elegido. Esa sugestión puede derivar en la enajenación, en que los intérpretes incurran en el engolamiento, la afectación, o la desaforada grandilocuencia, como si sonaran truenos y relámpagos, como si estuvieran a punto de alcanzar un éxtasis místico o sexual, mientras se entonan o recitan sus diálogos. Pareciera que texto y drama fueran por senderos opuestos, casi ajenos, que se cortocircuitaran. Si te quedas escuchando arrobado esas flamígeras frases te olvidas del conflicto dramático. Se convierte la primera en la antimateria de la segunda.
Se han realizado numerosas adaptaciones de obras de Shakespeare, como hay muchas que se inspiran en sus tramas o con reminiscencias de algunos de sus argumentos o figuras (en varios marcos genéricos, como el western o el film noir: a destacar quien hubiera realizado el más apasionante Rey Lear, Anthony Mann; en obras como Las furias o El hombre de Laramie palpita la vena Shakespeariana en su grado más depurado y arrebatador). Hay cineastas que están considerados los más conspicuos adaptadores de sus obras, caso de Akira Kurosawa, Orson Welles, Laurence Olivier o Kenneth Brannagh (y hay quien añadiría a Franco Zefirelli). En cuanto al primero, con respecto a El trono de sangre (1956), adaptación de Macbeth, su diseño visual, sus composiciones, su trabajo de iluminación resulta fascinante, como la elaboración cromática de su adaptación de El rey Lear en Ran (1985), pero ambas se ven lastradas por cierta espesura narrativa, y el cortocircuito que ejerce el tratamiento en el trabajo actoral, esa tendencia a intentar dotar de intensidad como si los actores estuvieran estreñidos, y se contuvieran permanentemente, al borde del colapso. Esto en el Macbeth (1948) de Welles se convierte en engolamiento, y miradas extraviadas en el techado de los decorados, como si estuvieran a punto de tener un orgasmo de tantas tinieblas que exudan (lo que se evita en Campanadas a medianoche, aunque resulte desvaída, tan poco estimulante como su Otelo). Por su parte, Hamlet (1948) de Laurence Olivier, transpira cierto envaramiento, como si los actores forcejearan por liberarse de una capa de ámbar que les hubiera atrapado.
Las primeras adaptaciones de obras de Shakespeare por parte de Brannagh, destacaban por su dinamismo. Henry V (1989) se desprendía de afectaciones por su enfoque naturalista y Mucho ruido y pocas nueces (1993) jugueteaba de modo desapegado con la excentricidad de la screwball comedy, pero tanto halago parece que determinaron una elefantiasis autoindulgente en Hamlet (1996), cuyo drama parecía sepultado por un magnificente diseño de visual, de esplendorosos decorados y lustre caligráfico, como menos consistente resultó su aproximación en términos de comedia (en este caso musical), en Trabajos de amor perdidos (2000). Asemejaba a celuloide rígido el acercamiento de Polanski a las tierras expresivas de Macbeth, en 1972, una de sus obras más flojas. Aun más lograda, tampoco logra Joseph L Mankiewicz, en Julio Cesar (1953), desprenderse de ciertos corsés escénicos, que derivan, intermitentemente, en envaramientos narrativos. El fulgor que anima esporádicamente la tibia narración proviene de la prodigiosa interpretación de James Mason. Aún así, no sólo por él, considero la secuencia del asesinato de Julio Cesar, entre las secuencias shakespearianas más conspicuas legadas por el cine. Mankiewicz dota de desesperada emoción el momento, conjugando la gestualidad de Mason como si intentara evitar que el ensangrentado Julio Cesar se acercara al filo de su cuchillo, el cortante montaje, y los movimientos de cámara, como un destino que se cierne fatalmente sobre Bruto aunque quiera negar lo inevitable.
Probablemente sea Hamlet, entre las obras de Shakespeare, la que más veces ha sido adaptada al cine: además de las citadas, las que realizaron Zefirelli, Gabriel Axel , Aki Kaurismaki o Michael Almereyda, sin olvidar esa delicia singular, que propulsa la vena más irreverentemente lúdica, que es Rosencratz y Guildenstern han muerto (1990), de Tom Stoppard, o Hamlet desde un ángulo periférico, que consideraría mi obra predilecta entre las aproximaciones a las obras de Shakespeare, junto a la sugerente variación de La tempestad, Planeta prohibido, 1956, de Fred McLeod Wilcox, sino fuera porque no hay adaptaciones que me resulten más asombrosas y cautivadoras que las dos realizadas por Grigori Kotzinsev, tanto Hamlet (Gamlet, 1964) como El rey Lear (1971). El inicio de Hamlet (que Kozintsev ya había dirigido diez años antes en los escenarios teatrales) ya es una muestra palpable de cómo se libera de los corsés que tanto constriñen a tantas adaptaciones, ya no sólo porque parecen lastradas por lo escénico, sino porque eso mismo parece extenderse a la interpretación de los actores, como si estuvieran comprimidos en una celda, sufriendo al mismo tiempo una progresiva combustión espontánea interior. En las primeras secuencias, se da una sucesión de planos de una figura aún incierta, a la que no se le dota todavía de rostro, Hamlet, sea cabalgando, surcando el espacio, en un plano general, o, seguido por un vibrante travelling, encontrándose en uno de los pasillos del castillo con su madre. Y, posteriormente, planos de diversos espacios vacíos de la fortaleza de Elsinor.
Ímpetu y vacío, las dos coordenadas fundamentales sobre las que gira el drama, el conflicto, el tira y afloja, que estira la cuerda del relato, como una exquisita danza que sangra silenciosamente. La emoción como fuerza centrífuga, que parece desorientarse, atravesarse con emociones encontradas, sin saber si optar por la vida o por la muerte, la desaparición, la salida del podrido escenario. Ya no se sabe si se finge y aparenta o si la acción brota de las entrañas, sincera: ¿representación? ¿Se es consciente de que se actúa? ¿ y si es así, para alguien como Hamlet que reconoce que no sabe o no le gusta aparentar, no es sino quedarse atrapado en un engranaje que le enajena, que le hace perder el paso en el tiempo que respira? ¿Dónde está el límite de su trastorno donde la pena anega la tierra de su razón? ¿ o su razón juega como sutil cartógrafo con las tormentas del oleaje que sacude las estancias y las mentes de los habitantes del castillo, sobre todo el objetivo de su venganza, su tío que derrocó a su padre, el rey, además tomando como esposa a su madre? Hamlet pareciera poseído por el fantasma de su padre, como un peso infinito de pesadumbre, como una pesadilla de la que no lograra desembarazarse: Sobrecogedora, portentosa, la secuencia de la siniestra aparición del espectro de su padre, como un rasgón en los velos de la mente.
Como en la posterior El rey Lear, la naturaleza cobra un papel crucial: los elementos, se convierten en un personaje más. La piedra y el agua, el vacío y el ímpetu. Sobre las aguas del mar, se perfila la sombra del castillo, al principio y al final, como si el drama estuviera atrapado entre paréntesis, y las sombras no dejarán de dominar las emociones, aunque ya no queden actantes vivos al final de una función envenenada. Es sorprendente la capacidad de Kozintsev para hacer de la idea cuerpo y emoción a través de la fisicidad, o en el tratamiento del espacio, de los encuadres, siempre amplios, relacionando figuras en un exquisito trabajo de composición, y haciendo de la profundidad de campo figura fundamental, con deslizantes movimientos de cámara, de poderosa musicalidad, que dotan de fluidez al relato, sin dejar que el verbo se convierta en ancla que se arrastre entorpeciendo la elevación del drama o de la poesía. Abundan los pasajes bellísimos: Los relacionados con el trastorno de Ofelia, tras que haya fallecido su padre, Polonio. Asemeja a una marioneta o autómata, cuando la visten con esos metálicos corsés, con los brazos alzados, como si se desplazara ya como una sonámbula, como un anima en pena, y que culmina con ese prodigiosa panorámica sobre el agua, cubierta por una niebla, que asemeja un velo (los de las mentes nubladas: ¿la pesadilla de Hamlet?), hasta descubrir su cadáver bajo las aguas. Quizá uno de los planos más bellos legados por el cine.
Más aún, después la cámara enfoca sobre la superficie del agua, indiferente a las penas, donde nada se distingue de su interior, como de los personajes, y realiza un tránsito a través de varios planos del vuelo de aves, hasta encuadrar a Hamlet que retorna a Dinamarca, como un pordiosero, como si retornara de la muerte, ya que logró que no fuera él quien fuera muerto en Inglaterra, como ordenaba su tío, sino los enviados que le custodiaban gracias a su estratagema de reescribir la carta. Y tiene lugar otra soberbia secuencia junto a la tumba que ocupará el cadáver de Ofelia, en la que cobra de nuevo relevancia un aspecto, que en secuencias previas ya refulge como un fustigazo: la vanidad y arrogancia de los poderosos, cuando no son nada; la irrisoriedad de todo ansia de poder. En una secuencia previa, ante el rey y sus seguidores, evidencia esos aspectos jugando, mordazmente, con la metáfora del gusano que se engordará con los restos de un rey que ha engordado abusando de sus siervos, gusano que luego servirá para coger un pez que irá al estómago del rey. Junto a la tumba, rodeado de un entorno árido, que se hubiera despojado del utillaje del escenario, vuelve a remarcar su inconsistencia, su condición vana y grotesca, ante una calavera, conclusión de tantos esfuerzos por alcanzar el poder y por mantenerlo, por querer aprovecharse de la vida de otro, cuando nada somos, o meros actantes en una obra cuya trama intentamos desentrañar, o quizá en nuestra arrogancia urdir y pergeñar, y en nada nos convertimos. El resto es el silencio del engranaje detenido.

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