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viernes, 20 de abril de 2018

Custodia compartida

El monstruo dice que sufre. “Tengo que dilucidar quién miente más”, dice la jueza que dirime el careo por una custodia compartida entre Miriam (Léa Ducker) y Antoine (Denis Menochet), en la secuencia inicial de Custodia compartida (Jusqu'à la gardé, 2017), de Xavier Legrand. Miriam se muestra remisa a la custodia compartida de su hijo de once años, Julien (Thomas Gioria). Su abogada alega que Julien no quiere ver a su padre. O, de modo más específico y revelador, dice que no quiere ver a Ese. La abogada también alega que lesionó una de las muñecas de su hija de 18, Josephine (Mathilde Auveneux), tras verla besándose con un chico. Antoine aduce que la madre es quien ha condicionado a sus hijos para que estén en su contra. ¿Hay base real para los temores que dice sentir la madre por la amenaza que supone el hombre del que se ha divorciado o sus declaraciones más bien distorsionan de manera conveniente los hechos?. Hay un detalle que puede ser revelador: Cuando la jueza realiza sus primeras preguntas, él baja la mirada, y ella la mantiene firme, con una gravedad que rezuma pesadumbre.
Custodia compartida es un relato que asemeja a una espoleta con acción retardada, o un arma con un seguro puesto de modo no muy firme. En su narración no hay música, lo que acrecienta la sensación de cámara presurizada, como algo que se cocinara muy pausadamente hasta alcanzar el punto de ebullición. Su proceso de gratinado en el horno: dos fines de semana que tiene que compartir el hijo con su padre. Dos torturas para el hijo que no quiere estar con Ese. La narrativa es seca, cortante, como una tensión permanente que no cesa de afilar el cuchillo, puntuada por gestos, miradas que rehuyen, que se retraen, porque niegan y temen, y miradas que interpelan y gritan, que reclaman la atención y aceptación y subordinación. Dos encuentros que son dos pulsos, porque hay quien quiere dominar ese fuera de campo, esa realidad, que ya no es suya, de la que ha sido apartado, esa realidad, de la que ha sido destituido, que quisiera seguir dominando. Por eso, ella, Miriam, es su rival, aquella que le ha derrocado para imponer, según él, su dominio. Por eso, Ese, el monstruo, la amenaza, no siente que sea él quien inflige daño. Es él quien se siente la víctima, el agraviado, aquel al que hacen daño. No es él quien necesita tratamiento, sino ella, quien ha manipulado a sus hijos, interfiriendo en sus sentimientos hacia él. Ese está convencido de la realidad que cree es. El monstruo se justifica en su sufrimiento. Y se torna desesperación, furia, grito que necesita tornar su frustración y despecho en gatillo apretado que sancione la realidad que le negó. Hay en su abrazo esa sensación opresiva, como reflejaba, en otro contexto y otra circunstancia, Demasiado cerca (2017), de Kantemir Balagov. Ese amor enajenado que asfixia porque ignora que más bien está reclamando complacencia, como un parásito que absorbe al otro.
En ocasiones, las secuencias se dilatan, como en la secuencia de la celebración del cumpleaños de Josephine. Es el equivalente a esa secuencia en una película de terror convencional en la que se sigue las actividades ordinarias de algún personaje hasta que irrumpe el asesino o monstruo de turno. No es una película catalogada como perteneciente al género de terror, pero utiliza recursos narrativos semejantes, lo que, de entrada, pone en cuestión esa tendencia cómoda, cual resorte de mirada vaga, de compartimentar en etiquetas genéricas. Durante dos tercios de su medida narración, Legrand sedimenta la amenaza a través de las miradas y gestos de Antoine, esa ascua de crispación, como un mordisco al acecho, o esa sonrisa de satisfacción viperina, en sus ojos, y el efecto sobre los demás, sobre su familia, sus cuerpos y semblantes rígidos, sus miradas amedrentadas, temerosas de detonar un estallido. De este modo, se genera la sensación, amplificada en secuencias como la citada del cumpleaños, de que en cualquier momento puede ocurrir algo, que Ese pueda irrumpir en el encuadre en cualquier circunstancia, no sólo como una alteración intempestiva, sino como una amenaza que pueda estallar cuando menos lo esperes. Se incuba así, como una infección, una atmósfera de malestar que realmente pocas películas del género de terror actual logran. Esa turbiedad palpable, que parece que se adhiere a la piel, en la extraordinaria It Follows (2014), de David Robert Mitchell, o en los dos primeros tercios de Babadook (2014), de Jenniffer Kent, antes de que recurra a convenciones más simples y aparatosas. En la obra de Legrand se mantiene en vilo durante hora y media esa tensión, con creciente malestar y desazón, hasta sus sobrecogedoras secuencias finales, que dejan, por fin, el resquicio para las lágrimas liberadoras.

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