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martes, 28 de noviembre de 2017

Beatriz at dinner

¿Vale lo mismo la vida de un ser humano que la de un animal? Habrá quien considere que es una pregunta de perogrullo ya que vivimos en una cultura predominantemente carnívora. ¿Cuántos animales se matan al día para nutrir a los seres humanos? Pero ¿por qué podemos amar tanto o más a un animal que a otro ser humano, por qué podemos sentir con el mismo dolor su pérdida que la del ser humano más querido? Y en cambio, ¿por qué otros los ven como meros trofeos de caza, y su muerte la afirmación de nuestra pulsión de dominio?. Beatriz (Salma Hayek) en 'Beatriz at dinner' (2017), de Miguel Arteta, sufre empáticamente cualquier vida, sea humana o de otra especie. Es terapeuta. Trabaja en un centro de tratamiento de pacientes con cáncer, y realiza masajes, como a Kathy (Connie Britton), que vive en una opulenta mansión. Su vida está dedicada a la entrega a los demás, a sanar y curar, a generar y transmitir energías armoniosas. Es alguien que saluda con un abrazo, aunque la otra persona sea una extraña. Abraza la realidad. Beatriz convive con dos perros y una cabra. Pero la secuencia onírica inicial ya sedimenta la sensación de pesadumbre: Beatriz recorre en bote un pantano, y avista una cabra en la orilla. Pronto sabremos, cuando comparta con Kathy su pesar, que un vecino molesto por los balidos de las cabras le rompió el cuello a una de ellas. Beatriz se diente desolada, como si hubieran herido su conexión con la realidad. ¿Por qué un ser humano es capaz de tal gesto?.
Como su coche ha sufrido una avería, Kathy, que la tiene en mucho aprecio, por cómo asistió a su hija de quince años, enferma de cáncer, le ofrece quedarse, e incluso, para contrariedad de su esposo, Grant (David Waeshofsky), quien en principio se muestra reticente, le invita a la cena que ha organizado. Son cuatros los invitados, pero ante todo resalta uno como la antimateria de Beatriz, con quien pronto entrará en colisión, por su opuesta manera de relacionarse con la realidad, el millonario Doug Strutt (John Lithgow), propietario de múltiples hoteles en diversos países. Strutt, literalmente, se apropia de la realidad. Su propósito es la insaciable consecución de riqueza. No hay límites. Por lo tanto, la naturaleza es un estorbo, un espacio que arrasar para erigir sus hoteles. No construye, más bien destruye, da igual cuántas vidas humanas se vayan al garete o cuántos animales mueran, para propiciar su beneficio. Sus hoteles son como un virus que propaga para poder él enriquecerse. No piensa en el entorno ni en los demás. Beatriz piensa, en un primer momento, que pudo ser aquel que, en el lugar de Méjico donde nació, prometió puestos de trabajo y oportunidades pero sólo destruyó el medio ambiente y provocó que sus habitantes tuvieran que abandonar su lugar de residencia. No importa que no lo fuera, pertenece a la misma condición de hombre que sólo se apropia como una plaga de codicia. Por eso, el punto de fricción definitivo tendrá ya lugar cuando Strutt alardee de sus aficiones cazadoras, admiradas por el resto. Cómo sublima la caza como acto de realización, de afirmación viril, de confrontación con el ser primitivo, con lo que considera la esencia del ser humano, la apropiación y dominio de la naturaleza y de la realidad, por tanto de cualquier otra especie. Un rinoceronte no es nada, no importa si siente, pero su caza y muerte representa para él el triunfo, el beneficio de la satisfacción de su ego que siente que caza la realidad, que no es presa ni víctima, sino bala que mata o pie que pisa. Es el dominador. Para Beatriz es su monstruo, y la ratificación de su desesperada impotencia. La realidad es dominada por seres como Strutt, no por seres empáticos como ella.
Arteta modula con precisión una tenue atmósfera de pesar desde las primeras secuencias. Transmite, a través de la mirada de Beatriz y la conjunción de montaje y música, esa intemperie emocional de sentirse extraviada en un mundo que, sin remordimientos, rompe el cuello de una cabra, o que, desde las distantes mansiones de quienes viven en la opulencia, sólo ve la realidad como un territorio del que apropiarse y consumir. Miradas ajenas que sólo se preocupan de su propio beneficio, como si la realidad meramente fuera un potencial suministro que extraer. La tristeza que se aposenta progresivamente en la narración, la tristeza de alguien como Beatriz que intenta hacer sentir a quienes sienten la impotencia de sufrir un cáncer que les puede conducir a la muerte aun siendo jóvenes, es la de la mirada empática que siente que hay un tumor más virulento que se propaga a través de la mirada dominante, la mirada ajena que se apropia, la mirada que consume la realidad como un parásito. 'Beatriz at dinner' constata nuestra derrota. En nosotros, predomina el virus.

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