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domingo, 26 de noviembre de 2017

Asesinato en el Orient Express

Las sombras heridas de la justicia. Esta nueva adaptación de la novela de Agatha Christie, 'Asesinato en el Orient Express' (2017), de Kenneth Branagh posibilita, de entrada, la reivindicación de la excelente versión que Sidney Lumet realizó en 1974. Lo que no quiere decir que esta carezca de interés. Incluso, resulta una obra estimable. Por un lado, carece de esa recurrente tendencia a la ampulosidad del cineasta británico, que en ocasiones supera la estridencia, como podría ser el caso de otras adaptaciones como 'Frankenstein' (1994) o 'La huella' (2007), en las que parece que necesitaba dejar constancia de su firma, o de su mueca estilística. Quizá la impersonal 'Jack Ryan: Operación' (2014), que parecía realizada por cualquier ejecutor de las convenciones estilisticas más trilladas del cine de agentes secretos en acción, ayudó a que se desprendiera de los excesos enfáticos que también lastraban 'Thor' (2011). Por eso, diría que esta me parece su obra más armónica y equilibrada, junto a 'Mucho ruido y pocas nueces' (1993). Por otro lado, la aportación de Michael Green, colaborador en los guiones de las excelentes 'Logan' (2017) y 'Blade runner 2049, parece dotar al guión, por un lado, de un preciso dinamismo proverbial (no desentona, sino todo lo contrario, la inclusión de una secuencia de persecución y otra de enfrentamiento armado), y de una densa y coherente construcción dramática, ya apuntada en la pertinencia de un prólogo añadido que condensa el dilema tanto conceptual como emocional que afrontará, en particular, Hercules Poirot (Kenneth Branagh) en las últimas secuencias. En ese prólogo se confrontan las creencias y la ley, y se plantea la posible corrupción y falibilidad de la ley, así como la dificultad de impartir justicia sea desde la perspectiva de la creencia (religión) o de la ley. ¿Quién decide a quién y cómo se juzga? ¿Quién se arroga la condición demiúrgica o divina para juzgar y ejecutar? ¿Y cómo se conjuga la conciencia con la herida o el dolor? Cuestiones que, coincidencias de fechas de estreno, conecta con la excelente 'El tercer asesinato', de Hirokazu Kore Eda.
El planteamiento difiere del de la dirigida por Lumet, que destacaba por su tenebrosa atmósfera, sedimentada ya desde el magnífico prólogo ( que no existe tampoco en la novela), en el que se narra, alternándose con titulares de periódico, fragmentos de la noche del secuestro. Las tinieblas que dominan esos pasajes se extienden como una ponzoña contenida, como una corrupción que empapa, pero no acaba de brotar o resolverse, al resto de la narración, gracias a una tenue iluminación, en penumbras, y una afinada elección de colores que exudan turbiedad supurante, tinieblas sulfuradas pero a la vez amortiguadas (¿por qué no?: los encuadres parecen salidos de una obra de Caravaggio; portentoso el trabajo del gran Geoffrey Unsworth en la dirección fotográfica). Esa nocturnidad violenta y furtiva del prólogo, de rostros no discernidos y sucesión de tragedias consecutivas tras el secuestro de una niña aquella noche, parece seguir pendiendo en el tren en el que acaece el crimen. Su esclarecimiento será efectuado por Hercules Poirot (Albert Finney), mientras está detenido el tren ante un túnel porque la nieve impide el avance, y será coincidente con el esclarecimiento del crimen el que el tren pueda de nuevo arrancar porque la vía está ya despejada. La obra de Branagh no recurre a ese prólogo, sino a una serie de flashbacks en blanco y negro, que se alternarán ya avanzada la narración cuando comience a perfilarse la conexión de los pasajeros con ese suceso pretérito. Tampoco intenta emular la brillante secuencia de partida del tren de la estación, tras la presentación de buena parte de los principales personajes, teñida de elusivas miradas y enigmáticos, por ambiguos, gestos, en la que se palpaba ya algo turbio, y a la vez, algo que se ponía, por fin, en movimiento ( el plan que se ejecutará, largamente rumiado durante años, acorde a un dolor retenido durante demasiado tiempo), en la que brilla, como reflejo de impulso, la gran banda sonora de Richard Rodney Bennet (sin demérito para la notable que compone Patrick Doyle en su nueva colaboración con Branagh).
En la versión de Branagh se opta por un tratamiento menos lúgubre. Los primeros compases hacen pensar que pueda primar el tratamiento humoristico, entre burlón e irónico, pero más bien tiende a lo distendido. No tensa tanto el relato ni la atmósfera, aunque en ocasiones recurra a objetos o reflejos interpuestos en el encuadre, que intentan sugerir la difusa condición de quienes no son lo que parecen y más bien actúan que revelan cómo sienten. Dinamiza, o musicaliza, la narración con sugerentes, que no efectistas, movimientos de cámara, en ocasiones cenitales. Amplía opciones de escenarios, que eran más reducidos o compartimentados en la de Lumet (lo que potenciaba la opresión), tanto en el exterior del tren como en otros vagones (como aquel en el que se encuentra el equipaje). Y dibuja a Poirot con trazos más amables, más cercano al que encarnó Ustinov, aunque ciertamente no tan afable ya que no deja de remarcar sus manías, que al de Finney. Este gran actor creaba un personaje atildado, pagado de sí mismo, de su apariencia, que cuida con remarcada meticulosidad, pero que es a la vez el camuflaje que despista a los demás, ya que ese ensimismamiento (real pero también parte de una representación) camufla una agudeza de observación, la sagacidad del que aparentemente mira para otro lado (o a sí mismo) pero capta todo detalle ( el don de la mirada periférica). Su histrionismo no desentonaba con la mascarada que le ofrecían como involuntario espectador, como quienes esperan que la simulación impida el desciframiento. El Poirot de Branagh parece, en lo que colabora su bigote al modo Otto Von Bismark, una suave versión germana del detective belga. Resulta más cercano. De hecho, se remarca más su vena sensible con rasgos caracterizadores melancólicos (la evocación de una mujer amada), detalle que conecta afinadamente con la comprensión y reconocimiento de las motivaciones del crimen que esclarece, o de modo más específico, de la herida y del dolor, lo que dota, inesperada y gratamente, a las secuencias finales, de una patina de tristeza que acentúa más la impotencia y la dificultad de la decisión justa, o cómo los actos terribles, en ocasiones, aunque alentados por un impulso de justicia, tienen más que ver con el predominio desbordante del dolor de una herida no cicatrizada que con la conciencia. Lo que conecta de nuevo con el prólogo: Si la ley falla en su aplicación, si la justicia divina es una mera entelequía ¿qué podemos y debemos hacer? Y si es la desesperación o la frustración la que con su clamor domina, por lo que lo que podemos supera y ofusca a lo que debemos ¿en qué nos convertimos? Patrick Doyle compone una notable banda sonora

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