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domingo, 28 de mayo de 2017

El rey de los belgas

La odisea europea: el ombligo no es un horizonte. Las obras precedentes del dueto que componen el belga Peter Brosens y la estadounidense Jessica Woodworth conformaban una admirable trilogía tramada sobre la conflictiva relación entre el ser humano y la naturaleza, o la progresiva degradación que ha sufrido esta, y por derivación las comunidades comunidades tradicionales con modos de vida más apegados a la tierra, a sus ciclos, a causa del reverso de un progreso industrial que arrasa sin miramientos el entorno natural. En 'Khadak' (2006) una familía de nómadas mongoles se ve extraída de su entorno, el desierto del Gobi, por la amenaza de una plaga que afecta a los animales, su subsistencia, y son arracimados en un espacio industrial, unos bloques de cemento, erigidos por el gobierno. En 'Altiplano' (2009), los habitantes de un pueblo de los Andes sufren los efectos mortales de una mina de mercurio. En 'La quinta estación' (2012), que transcurre en un pueblo belga de Las Ardenas, la naturaleza misma toma una (enigmática) posición activa, cual gesto de protesta, al interrumpir su ciclo habitual. La primavera no llega. No se genera vida. Las vacas no dan leche, las abejas mueren, las plantas no germinan. Pero se hace oídos sordos a quien propone el racionamiento, porque la mayoría no quiere saber nada de compartir, acostumbrada a lo pródigo, al derroche. Prefieren negar lo real, prefieren borrar las fechas de caducidad. Prefieren seguir escuchando a su propio ombligo. 'El rey de los belgas' (2016) prosigue esos combativos senderos metafóricos de la fábula, aunque resulta una propuesta más distendida, una variante irónica.
En las tres primeras obras el juego formal con los límites, y su transgresión, transitaba la alteración de la percepción de lo real a través de la transfiguración del fantástico (se difuminaban las fronteras entre lo insólito y lo real, entre lo mental y la realidad externa, incluso como si sus planos fueran versos o acordes musicales). El cautivador territorio expresivo de esta pareja de cineastas es el que pone en interrogante la realidad y su representación, así como cuestiona una imposición de unas formas de enfocar la realidad sobre otras. En 'El rey de los belgas' se plantea en las coordenadas del documental, epítome de la supuesta mirada real, de la mirada que registra. En concreto, del falso documental. Un equipo de uno, el que conforma el propio director, el inglés Duncan Lloyd (Pieter Van den Houwen) realiza un documental de encargo cuyo foco de atención es el rey belga Nicolas III (Peter Van den Begin), o más bien la imagen que se quiere proyectar del regente. La mirada del cineasta esta condicionada, vigilada, por los dos asesores, Ludovic (Bruno Geois) y Louise (Lucie Debay). Debe ajustarse al guión establecido que pretende (re)presentar una imagen favorable, definida por las sonrisas. Pero la mirada del cineasta, de la que la voz en off es la constatación de una fisura de sublevación, se resiste a ser mera marioneta, condición que sí observa en el propio rey.
En las anteriores obras de Brosens y Woodworth la puesta de escena se definía por planos que parecían retablos por la disposición simétrica de las figuras, y por largos y elaborados movimientos de cámara. En esta, los encuadres son ante todo estáticos, ya que corresponden a la cámara que porta Lloyd, pero sus composiciones son refinadamente sobrias y elaboradas, serenas incluso. No se recurre al desmañado naturalismo de la cámara generalmente agitada que porta alguien, tanto en los falsos documentales como en ficciones. Por añadidura, se puntúa la sintética narración con incisivos primeros planos que modulan procesos o contrapuntos emocionales (en concreto las miradas del rey o de Lucie, la más flexible y la menos). La narración plantea una interrogante implícita: ¿de qué sirve un monarca en estos tiempos? ¿ Es una nota de distinción ornamental como puede ser la construcción del Atomium, ya más una atracción turística de Bruselas que un símbolo con aplicación manifiesta? Esa construcción que remeda el cristal de hierro, pero también se asemeja a la división de los átomos, condensaba, cuando se erigió en 1958, el impulso de acción de la mirada del progreso. Pero desde entonces más que condensación se ha evidenciado, en la misma Europa, una división. Sobre esas fisuras, o fronteras invisibles, de una escisión, interroga esta estimulante obra.
En cierto momento, se ironiza sobre los clichés que definen a valones y flamencos, los cuales se extrapolan a las divergencias que definen al Sur y al Norte de Europa . Los primeros son perezosos pero más cálidos. Los segundos más inventivos pero más arrogantes. Esa división se hiperboliza en la que sufre la propia Bélgica cuando los valones declaran su independencia, separándose de los flamencos. Un país que representa el corazón de Europa, también el de su ensimismamiento, se escinde. El trayecto narrativo establece, de nuevo en su filmografía, un diálogo de contrastes entre mundos disimiles, entre zonas culturales y económicas con escasos vínculos y opuesto desarrollo, a través de una ingeniosa variación de la odisea. En su visita a Turquía, una tormenta solar impide que se puedan realizar vuelos. El rey se resiste a permanecer en el país por las noticias de la escisión en el propio, aunque las agencias de seguridad turca les instan, o más bien ordenan, que se queden. El ingenio del cineasta determinará que encuentren la vía de escape que implicará el recorrido por tierra y mar a través de diversos países, Bulgaria, Serbia y Albania, con encuentros (que a veces son reencuentros, ya que Lloyd realizó labores periodísticas durante la guerra de los Balcanes) con un grupo femenino folklórico búlgaro, viejas amistades que fueron francotiradores durante la guerra, un pueblo en el que su alcalde gusta de ir descalzo o tortugas que se cruzan en su camino.
Quien modificará de modo más acusado su mirada será el regente. Durante el viaje recupera su propia mirada. En diferentes momentos contempla varios horizontes, desde un bunker comunista o una atalaya, como disfruta de la embriaguez durante una cena con campesinos serbios o la contemplación de la tormenta estelar. Amplia su mirada, como si redescubriera los mismos sentidos, los olores y los sabores, y el sentir del movimiento, transfiguración sensorial que los cineastas modulan con precisión. Goza, en suma, de esa felicidad que no tiene que ver con el condicional y sí, como un mismo baño desnudo en el mar. Esa modificación implicará la resistencia a que sus palabras y su conducta sean ya las que otros establezcan, ya que no desea ser, como señala en cierto momento, un pasajero. Por eso, reclama que pueda conducir, en cierto momento, alguno de los vehículos que utilizan, o en otro actúa como representante de la televisión belga para entrevistar al descalzo alcalde: el rey, al fin y al cabo, se descalza en este trayecto de discernimiento. Como esta es una vivaz película descalza que pone en cuestión cómo Europa se aprieta demasiado los cordones, lo que más que el avance que propulsa toda interacción de conocimiento y solidaridad propicia mirarse el ombligo. Europa parece oscilar entre la imagen conveniente y la imagen negada (el olvido y la omisión de la ignominia). En ese sentido, a diferencia de la actitud censora de los asesores que insisten en que nada se grabe y menos que nada se monte con lo grabado, o la de quienes requirieron que no se mostraran las atrocidades acontecidas durante el conflicto de los Balcanes, la mirada modificada del rey, mirada que ya no quiere ser pasajera del dictado de otras miradas, no restringe ni anula la mirada interrogante e inquisitiva del cineasta. De este modo, quizá el ombligo se convierta en horizonte.

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