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sábado, 14 de junio de 2014
Un cuento francés
En ocasiones, a la ''bella durmiente', como es el caso de Laura (Agathe Bonitzer), no le despierta el beso de un 'príncipe', sino la bofetada de un 'lobo', Maxime (Benjamin Biolay), que sabe cómo cautivar pero que no tiene interés alguno en que sea el exclusivo centro de sus deseos y atenciones. En ocasiones, también te sugestionas fácilmente porque crees que sientes un instantáneo flechazo cuando avistas a tu particular 'ceniciento', Sandro (Arthur Dupont), bajo lo que crees una señal del destino, la estatua de un ángel. En ocasiones, quizá lo sientas con otro distinto poco tiempo después. Aunque en ambos casos seguirás pensando que es cosa del destino, sin percatarte de la serialidad de los amores absolutos sucesivos. La excepción es una fantasía reciclable, y se seguirá soñando con ese beso que despierte, aunque el recurrente despertador sea más bien la bofetada. Quizá también es que no era cuestión de encontrar el pie que encaje en el zapato, sino que con el calzador de la autosugestión vale hasta el pie más retorcido. Pero al fin y al cabo, el ser humano necesita dormir, y soñar, y engañarse. Así finaliza 'Un cuento francés' (A bout de conte, 2013), de Agnes Jaoui: 'Y vivieron felices, y no dejaron de engañarse'. De hecho, el título original es 'Al final del cuento'. Jaoui, de nuevo con la complicidad de su pareja sentimental, Jean Pierre Bacri, elaboran un espléndido guión que no desmerece al lado del que escribieron para 'On Connait la chanson' (1997), de Alain Resnais, o para la opera prima de Jaoui, 'Para todos los gustos' (2000). Todo es cuestión, sustancialmente, de saber conducirse, de saber circular, con los sentimientos y las emociones.
Marianne (Agnes Jaoui) recibe de nuevo clases de conducción, ya que hace diez años que no coge un volante, pero al fin y al cabo no es sino reflejo de su inseguridad. Es el hada en una representación infantil, pero se desplaza por la vida como quien no sólo carece de varita mágica, sino como quien siente que nunca podría merecer tener ninguna. La vida, la circulación, va por delante de ella, o siente que se ha quedado en el arcén de la vida, y ve los coches pasar, como sus relaciones, ya separada en dos ocasiones (por eso mira con perplejidad a su último marido cuando le propone reiniciar la relación, pero con un planteamiento de pareja abierta). Aunque aparente más seguridad, y desapego, como si se mantuviera a distancia de la vida, cosa que es cierta por otro lado (como bien le reprocha su última pareja), Pierre (Jean Pierre Bacri) es un ejemplo de que puede ser supersticioso hasta aquel que se declara incrédulo, y está convencido de que no hay nada más allá de la muerte. No cree en nada, pero teme la llegada del día en que alguien le predijo, cuarenta años atrás, que moriría. La sugestión es muy poderosa, y los miedos tanto como las fantasías. Quizá es que por mucho que se piense que se tienen las cosas claras, o dominadas, muchas veces es cosa de apariencias, o de arrogancia, o de mera vanidad.
Marianne se siente demasiado sola, y añora sentir compañía. En cambio, Pierre añora lo contrario, un tanto desbordado por las negociaciones que implica una relación de pareja, y los ruidos, los que generan con su presencia apabullante de preguntas y necesidad de atención inagotable los dos niños de su pareja. Por eso se escuda en ese miedo a morir el día señalado, una manera de no enfrentarse a su miedo a sumergirse en el compromiso de una relación, con todas sus aristas, concesiones y estridencias. Acaba de enterrar a su padre, pero él también parece más con un pie en el cementerio, con esa forma de vivir la realidad de modo ajeno, aislado, en la orilla, más que inmerso en las mareas de la vida, que no dejarán de conllevar sus correspondientes ingratas resacas. Los adultos pretenden haber dejado de soñar, o han maquillado sus desilusiones, o soportan, de modo resignado o con desazón, las decepciones, las heridas y las intemperies, solitarias o mal acompañadas, que duran demasiado.
Los jóvenes inician sus andaduras, ya tomando contacto con los vaivenes, con la volubilidad de sus deseos, con la dificultad de enfocar. Ahora parece aquel o aquella la depositaria de sus sueños de amor único y absoluto, y ahora aquel otro o aquella otra. Y quienes sueñan con príncipes azules toman constancia de que más bien pueden sentirse fascinadas por el lobo del cuento, y tengan que aprender a recibir dentelladas, o a intentar eludirlas. Quizá con la primera bofetada despierten, o quizá tengan que recibir unas cuantas, porque se necesitan las fantasías, o se hace demasiada dura la soledad. Quizá adviertan tarde o temprano que para la ponzoña de la manzana de las ilusiones no hace falta una maléfica bruja, con la propia volubilidad o los propios desenfoques ya es suficiente. La música de las ilusiones quizá desafina demasiado a menudo. Significativamente, tanto el 'joven príncipe' como 'el lobo', Sandro y Maxime, son músicos, uno el aspirante y otro el otro el experto que le instruye en cómo para conseguir el éxito hay que dejar de lado los escrúpulos, y despreocuparse de si no eres fiel a tus amigos o cualquier ser querido, método que aplica también en sus relaciones como comprobará la princesa con el mismo sobresalto que los acordes del concierto de música dodecafónica. Al fin y al cabo, al final del cuento te encuentras como un niño en medio del trasiego del tráfico, con un código de circulación un tanto confuso en el que no hay ningún apartado que hable del uso de varitas mágicas.
Una espléndida obra con estreno restringido.
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