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viernes, 7 de marzo de 2025

El olor de la papaya verde

 

'Si existiera un verbo que expresara la idea “moverse armoniosamente”, debería aplicarse aquí'. Estas palabras, dichas por Mui (Tran Nun Yen-Khe) en los planos finales de la coproducción franco-vietnamita El olor de la papaya verde ((L'odeur de la papaya verte, 1993), de Tran Anh Hung, condensan el logro de esta prodigiosa obra, hacer del habitar el tiempo conciliación con lo efímero y fluir armónico. Es una película que se desplaza, fluye, narrativamente de modo armonioso. El logro de la forma, el cerezo, que en el budismo representa la belleza de lo efímero, la conjugación en lo transitorio de la desaparición y del florecimiento, y la forma lograda es la celebración de lo segundo junto a la serena asunción de lo primero. Las vibraciones profundas se palpan en la serena superficie. Esta obra es pura musicalidad, es un trabajo sobre la duración, el tempo, el que la vertebra, a través de delicados movimientos de cámara conjugados con una narración elíptica, y acciones, gestos y miradas, pero también sonidos, no sólo la bella partitura musical (de Ton-That Tiet), sino que parte de ésta son los sonidos, los de la naturaleza (grillos, ranas o pájaros) o el de los instrumentos domésticos. Estructurada su narración en dos tiempos, separados por diez años, en el primer tramo, que acaece en 1951, se introduce con la llegada de una niña de diez años, Mui (Lu Mun san), para ayudar en las tareas domésticas. Su relación con el entorno es de armonía y asombro: cómo observa a las hormigas, los grillos o los lagartos, a diferencia de los dos hijos pequeños de la casa, que torturan a los animales, uno tirando cera sobre las hormigas y el otro ahorcando a un lagarto.

La armonía no habita en el hogar: El padre, en estos últimos años, ha tendido a coger el dinero ahorrado y desaparecer durante días; por otro lado, en una de sus ausencias, la hija falleció de una enfermedad: la madre ve en Mui a aquella que pudo haber sido su hija (bello el momento en que la mira con expresión apesadumbrada como si mirara al fantasma de su hija a la vez consciente de que no lo es ni ha podido ser). Mui es curiosa también con respecto a los otros, lo que emana de sus objetos, las fotografías, una cajita ( a diferencia del hijo pequeño que orina dentro de un jarrón en su presencia mientras ella mira la cajita). Mientras los hijos crecen ensimismados en su frustración y despecho, transfiriendo al mundo el dolor de sentirse desatendidos por su padre (al que no se nos ha presentado tocando música; como quien no está ahí sino en otra parte, insatisfecho con su vida), Mui pregunta sobre los otros. Bello es cómo se planifica el momento en el que la sirvienta le relata a Mui, por la noche, ambas en sus camas, la historia de la muerte de la niña. Hung intercala dilatados planos de ropa tendida ( el cuerpo ausente) y el movimiento de las ramas de los árboles ( lo transitorio). Hung trabaja con exquisitez la fragmentación en la planificación así como la composición dentro del plano: Cuando el hijo mayor sale corriendo de la mesa, tras preguntar cuándo vuelve su padre, la madre entra en su habitación, encuadrada a través de la ventana; el siguiente plano nos muestra, encuadrados desde el interior, a ambos sentados contra la pared con la cabeza gacha; un tercer plano muestra el brazo del hijo que se extiende para acariciar el pie de su madre. Exquisito.


Hung también trabaja, de modo admirable, el plano largo, como cuando Mui se dirige, con la bandeja de la cena, a la mesa donde está el amigo del hijo mayor, del que se siente atraída. Su rostro cuando se vuelve, tras haberle visto en primer plano, rebosa júbilo. Hung asocia este estado, en una feliz asociación de montaje, con el relato, en el plano siguiente, del anciano hombre que en los previos días se acercaba a la casa para preguntar por la abuela, recluida en el piso superior desde la muerte de su marido. El anciano le relata cómo se declaró a ella tras que muriera, pero fue rechazado. Desde entonces, se ha dedicado, aunque ella se haya mudado de casa o población, a seguirla, porque su felicidad es poder ser aún admirado testigo de ella, preocupado siempre por su bienestar. Tras pedirle a Mui que la convenza de que algún día salga de su reclusión y baje al jardín para poder verla, Mui le dice que por qué no sube a verla. El anciano lo hace, y su rostro rebosa ese mismo júbilo que Mui tras ver a su amado. Bellísimo. El segundo tramo, ya Mui con veinte años, nos relata cómo ahora es sirvienta precisamente de su amado, ahora pianista. Exquisito el modo en que parece extraer aliento de los objetos no sólo relacionados con él sino con la que es su novia ( Mui probándose sus zapatos) que me evocaba, y con casi misma envergadura lírica, a la relación idealizada y fetichista del personaje de Joan Fontaine con respecto al vecino, también pianista, en la sublime Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls. La diferencia es que aquí sí acontece la realización del logro, la flor del cerezo del amor. Tran Anh Hung, cineasta vietnamita que se trasladó a Francia con doce años, refrendaría su singular talento con sus posteriores obras, I come with the rain (2009), Eternidad (2016), El sabor de las cosas (2023) y, sobre todo, las también magníficas Cyclo (1995), Pleno verano (2000) y Tokio blues (2010).

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