La experiencia de lo fantástico rasga el velo de la certidumbre, y pone en entredicho toda presunción de normalidad. Las señales de tráfico de la realidad (normalidad) se desajustan, lo real se revela como una materia porosa y flexible donde el puede ser se amplia según el ángulo de la percepción alterada. En ocasiones, lo fantástico responde a la incisión de una percepción aguda, anómala condición que pone en evidencia los límites de nuestra mente, ignorante de todo aquello que puede haber más allá de los mismos. En otras, responde a una necesidad, la purga de un conflicto interior, entretejido de represiones, frustraciones y carencias, la inconsciente invocación de un acontecimiento que, en ocasiones, se convierte en liberación y, en otras, en constatación de un atoramiento interior, de una incapacidad, consciente o inconsciente, por liberarse de esos lastres emocionales en la relación con uno mismo, los otros, o el mundo. Todo depende de cómo uno se enfrente a esa agitación de ecos que conmociona la mente. Precisamente, Agitación de ecos es cómo se puede traducir Stir of echoes, el título original de El último escalón (¿Qué escalón, si no sale ninguno por ningún lado?),de David Koepp, que adapta una novela de Richard Matheson. Una estimulante muestra de género fantástico que atiende al importante detalle de que el acontecimiento está en función de las circunstancias del protagonista, y sus irresueltos fantasmas interiores. ¿Y cuáles son estos?. Tom (Kevin Bacon) se siente frustrado porque no ha realizado en su vida todo aquello que esperaba: no ha logrado conseguir que su carrera de músico cuaje. No es que le amargue no haber alcanzado la fama, sino más bien sentirse tan del montón, tan ordinario. En su vida no se ha realizado acontecimiento alguno. Él es cualquier otro. Para ganarse la vida realiza un trabajo de técnico eléctrico, arreglando los problemas de conexiones. Ironías, dado que en su vida siente que ha perdido la conexión. Tom se acaba de trasladar, con su mujer, Maggie(Katrhyn Erbe), y su hijo Zac, a una nueva casa, en uno de esos barrios de impecable aspecto donde todo parece tan correcto y casi ideal, y en donde uno cree que el aspecto de las fachadas se corresponde con el interior (¿No es esa la falacia y sustento de la normalidad?).
Pero Tom se siente fuera de lugar porque siente su interior y su fachada desajustados. Hasta que acaece (o irrumpe) el acontecimiento que le saca de esa vida carente de acontecimientos ( e incluso ya resignado a que no los haya). El detonante es una sesión de hipnotismo, a la que, escéptico, se ofrece voluntario. Pero, tras la cual, siente que su percepción se ha alterado (ha cambiado el rollo de la película de su vida, como visualiza en su imaginación una pantalla de cine), en forma de inquietantes visiones, como flashes, de una palpable fisicidad, algunos dolorosos (mientras hace el amor con Maggie, siente como una mano se rompe una uña contra el suelo). La primera situación (aparición de lo anómalo) es modélica. Tom no puede dormir, se levanta de la cama, y se dirige al salón, presto a anestesiar su agitado insomnio viendo la televisión. Ya sentado en el sofá, se inclina hacia adelante para encender con el mando el televisor, acompañado en su gesto por el movimiento de la cámara, pero cuando se echa hacia atrás vemos, y ve, que a su lado hay una chica, de aspecto espectral que realiza un gesto hacia él (¿Cómo si quisiera decirle algo?), con el consiguiente sobresalto para Tom y los espectadores. Además, siente que sufriera espasmos de percepción teñida de rojo cuando mira a una niñera que contratan, Debbie. Siente que hay un peligro, que se corrobora cuando vuelve a casa y comprueba que se ha llevado a su hijo, Jake. Pero el motivo es porque Jake le ha dicho que se comunica con su hermana desaparecida, Samantha (la chica que se le había aparecido en el sofá a Tom).
Koepp
sabe dosificar y modular las situaciones fantásticas,
las sobrecogedoras apariciones, sabiendo rehuir el efectismo, y
acompasadas a esa progresiva obsesión de Tom por lograr saber qué
es lo que quiere comunicarle ese fantasma,
o lo que es lo mismo, lograr proveer de sentido a ese puzzle de
flashes (de agitación de ecos) que agitan
su mente. Llega a reconocérselo a Maggie, cuando ésta ya empieza a
preocuparse por su desmesurada obsesión, que le ha llevado a excavar
en todo el jardín ( cavar, llegar a las profundidades del
subconsciente), esas visiones
representan mucho más que un mero enigma a resolver, representan
el sentir al fin que algo excepcional ocurre en su vida, que hay un
acontecimiento.
Koepp,
por otro lado, sabe jugar muy bien con la ambivalencia, al abrir el
ángulo
al
hijo, Jake, el cual sabemos desde la secuencia introductoria que
dialoga con alguien
invisible,
y de alguna manera se convierte en transmisor del fantasma,
como si él poseyera esa percepción aguda, esa excepcionalidad, de
la que carece su padre (que necesitó forzar su mente con la tecla de
la hipnosis). Es como si su hijo fuera aquello que él no ha sido (o
que ha perdido), aquella ilusión que poseía de ser excepcional
cuando era más jóvEn, ahora frustrada, entumecida, en su madurez,
la posibilidad
anulada por los condicionamientos de la vida, de la normalidad,
la cual, precisamente, se desvelará como la procreadora de
monstruos. Hay mucha agitación de ecos tras las fachadas. El
fantasma le enfrenta a los abismos que se ocultan tras los
aparentemente inanes e inofensivos rostros de la normalidad, esos
vecinos cuya vida parece carecer también de ningún atributo de
excepcionalidad. Cualquiera, por muy normal que parezca, es capaz de
realizar la más aberrante violencia, por muy accidentalmente que se
produzca. Y hay quienes no dudan en ocultar el acto monstruoso por
conveniencia (por la protección del propio hijo). Los planos
finales, cuando abandonan ese barrio, son rasgadamente elocuentes. Un
movimiento de cámara se desplaza desde la ventana hacia la calle,
ofreciendo tres representaciones de Samantha, como si recuperara su
condición de joven no dañada, que se pierde en la noche. La cámara
se desplaza hacia un camión, encuadrando la palabra mudanza,
mientras se aprecia cómo pasan Tom y Debbie, que cogen de la mano
fugazmente. Y, por último, cuando se alejan en coche, el niño mira
hacia las fachadas, mientras escucha esa terrible cacofonía de ecos
agitados, hasta que se tapa los oídos. Esta adaptación de una
novela de Richard Matheson, es la mejor obra de David Koepp, la más
estimulante de su filmografía junto a la primera,
El efecto dominó (1996).
Lástima que sus cinco siguientes películas, aunque alguna no
carezca de interés, caso de La
ventana secreta
(2004) y You
should have left
(2020), también con Kevin Bacon, no estuvieran a su altura.
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