El largo plano secuencia inicial de A tiro limpio (1963), de Francisco Pérez-Dolz, con guion de José María Ricarte, Miguel Cussó y Pérez Dolz, puede evocar el de la antológica secuencia del atraco de El demonio de las armas (1950), de Joseph H Lewis. En ambas la cámara está ubicada en el asiento de atrás de un coche, mientras éste se desplaza, aunque en ésta se inicia encuadrando a uno de los hombres que entra en el coche que le está esperando (ambos portan vestuario parecido, monos oscuros y boinas caladas). Un elemento añade extrañeza a la secuencia, los textos sobre amor de famosos autores, como Santo Tomás de Aquino, que una locutora lee en la radio. Si en la secuencia de la obra de Lewis la cámara permanecía en el coche mientras se realizaba el atraco en el interior, y proseguía con la persecución, sin corte de plano, en este caso los cambios, o cortes de plano, son expeditivos. Una panorámica desde el guarda de un garaje hasta la mano del copiloto del coche, Antoine (Joaquín Navales), que se enfunda un guante. La mano del conductor, Martín (Luis Peña), que apaga la radio. Encuadre del guarda que se acerca al conductor, siendo golpeado por éste. La secuencia prosigue con una cadena de humillaciones (es patente un áspero despecho en Martín por su despectiva manera de tratar a tres los que atracan en el subterráneo del garaje por ser hombres de posición económica privilegiada, a los que ordenan que se quiten la ropa, y a los que luego mojan con la manguera). Una secuencia de crispada violencia que ya marca la tonalidad de la película, no lejana de la sulfurada tensión que mantiene la obra de Lewis, y cercana en la atmósfera de sórdido malestar a otra gran obra maestra del film noir, también centrada en atracadores, Apuestas contra el mañana (1959), de Robert Wise.
En ese sentido, no deja de ser irónico que Román (José Suarez), al que Martín pide que colabore con ellos en un atraco, aportando las metralletas, trabaje en un mísero lavadero. La misma relación de Román con su pareja, Marisa (María Asquerino), está teñida de una permanente crispación, atravesada por la insatisfacción (la falta de dinero de Román, los reproches de Marisa de que no sea capaz de conseguirlo, el hecho de que tenga Román que depender de ella, carece de espacio propio ya que es el piso de ella donde viven). Es una relación agrietada, erosionada, cuya violencia no deja de ocultar la desesperación por unas circunstancias en la que no parecen encontrar el puerto de salida (como si la misma ruptura fuera la ilusión de una solución). Esas sombrías figuras de lo dos anarquistas llegados de Francia, de afuera, podrían contemplarse como ese siniestro fuera de campo que parece la única opción para solucionar las propias carencias, lo que no deja de ser, de modo indirecto (a través de la citada atmósfera de malestar) un modo de evidenciar las carencias de un país enquistado en la desproporción o desequilibrio entre los que tienen y no tienen. El magnífico trabajo en la dirección fotográfica, de Francisco Marín, con sombras envenenadas que parecen cernirse, y adherirse, permanentemente sobre los personajes, refleja con precisión un enquistado malestar social.
Pero sin duda lo más destacado de A tiro limpio es la tensa e inventiva narrativa, y el uso de espacio y ambientes, de Pérez-Dolz, a la hora de dotar de cuerpo a esa atmósfera citada. Los espacios siempre transmiten opresión, sensación de no salida, sean las casetas entre las barcazas en el puerto, o hasta en el exterior en el campo, a donde va Roman para buscar la colaboración de su amigo El picas (Carlos Otero). A este respecto es revelador ese plano, desde el interior del establo, cuando se reencuentran, ambos perfilados en sombras. La secuencia del primer atraco es modélica en su milimétrica y concisa planificación. Pero aún más brillante es la principal set piece, el doble atraco, de Román y El picas, en el Patronato de apuestas mutuas, y de Martín y Antoine, como cortina de humo de ese atraco, en un clandestino club (mientras puntúa la acción el sonsonete del locutor que desgrana los resultados de los partidos de fútbol en juego). E impecables son las secuencias del tiroteo en el puerto, el enfrentamiento nocturno en la casa en ruinas entre Román y Martín, así como el desenlace en el metro, con ese largo plano de la cámara emplazada en lo alto de la escalera mecánica mientras asciende el cadáver de Román (cáustico corolario sobre sus anhelos de ascender en la vida). Pero hay otro plano, magnífico, que condensa la fúnebre atmósfera de este fronterizo film noir, el plano general de la madre de El picas en la morgue, ante el cadáver de su hijo, bañada por la blanquecina luz que entra por la ventana a su espalda. Esa distancia que toma el plano condensa la distancia de los personajes con respecto a la vida que será elusiva a sus aspiraciones.
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