Piezas desajustadas de realidad. En Desmontando un elefante (2024), de Aitor Echevarría, una arquitecta, Marga (Emma Suarez), cuyos cimientos de realidad evidenciaron qué poco estables eran, retorna al escenario de realidad tras dos meses de ausencia en una clínica de rehabilitación por su adicción al alcohol. Su reenganche de adaptación se sustenta en la observación minuciosa de las rutinas. Ella misma verbaliza las acciones que realiza como si fuera la letanía necesaria para mantenerse en el rail de realidad como una funambulista que necesita funcionar como autómata para no recaer en una adicción que no era sino el síntoma de su desajuste. Su rostro, cuando se mira en el espejo, refleja su derrumbe interior. Su rostro parece asolado en todo momento por la gravedad de quien se ha precipitado en el vacío. Sus ocasionales sonrisas, sociales, son el camuflaje que disimula su ausencia en vida, un edificio de emociones sin consistentes emociones. La mirada grave de quien perdió el gusto por la vida, o cómo saber ajustarse a una coreografía que se correspondiera con un impulso vital. Su mirada grave es el vacío de privación de ilusión.
Una bailarina, Blanca (Natalia de Molina), siente que está perdiendo el paso. Teme que su madre, Marga, recaiga, y pierda el rumbo de nuevo. Durante demasiado tiempo convivió con dos mujeres en una, la sobria y la ebría, hasta tal punto que no sabe cuál era la real. No quiere que su madre se desoriente. No confía de hecho en que no lo haga. Se convierte en celosa guardiana preocupada por cualquier indicio que pudiera anunciar la recaida. Es cuestionada por su hermana mayor, ya que piensa que su preocupación es excesiva, es un celo absorbente, no le deja volar a su madre sola. Esa ansiedad se torna en particular temblor que afecta a su propio trabajo como bailarina. En el primer ensayo se equivoca, realiza un movimiento que debería ser después. Está desajustada porque su realidad es también la de su madre, se siente dividida. La dirección de su mirada, de su atención, se bifurca, y se desorienta. No vive su vida sino la de su madre.
La narración de Desmontando un elefante se define por la concisión y la austeridad. El primer plano inicial es ya indicativo. Un dilatado plano de la madre dormida sentada en un sofá. Se escucha cómo llega su hija menor, y cómo en segundo término de encuadre, desenfocado, se percata de que hay fuego en la cocina. Esa separación de términos, por enfoque y desenfoque, expone una distancia, un desencuentro. La duración del encuadre acorde a cómo es una realidad que se ha engarfiado en sus vidas desde demasiado tiempo atrás, como una circunstancia que se prefería mantener en un fuera de campo hasta que se agravó de tal modo que necesitó un proceso de rehabilitación. Durante demasiado tiempo se convive con brechas cuya realidad se niega, como una representación que se sostiene sobre unas rutinas. Como si se eliptizara lo que no se prefiere mirar de frente, o no se sabe cómo exponer. La misma narración resulta elíptica. Cambios radicales se insinúan, o se sugieren a través de alucinaciones que exponen cómo la relación con la realidad, de Marga, se quebró, y resulta difícil contener esas brechas con la minuciosa enunciación de las rutinas, como si se pudiera vivir en el relato de las acciones, de los pasos de bailes mecánicos, que se realiza para no mirar demasiado tiempo al vacío en que siente que su vida sostiene. No soporta a su marido, un cirujano, Mario (Dario Grandinetti), ni son suficientes los puzzles con los que intentar distraerse y olvidarse de esa desazón vital que la domina. Las piezas en su realidad no parecen poder ajustarse. Y necesita asistencia. Pero su circunstancia afecta a otras circunstancias vitales, como es el caso de su hija menor, Blanca, que siente que tropieza, como si la preocupación por su madre se convirtiera en un agujero negro que la absorbe y neutralizara su vida como una infección que la privara de su propia capacidad para dar los pasos, en la realidad, que su voluntad desea. El elefante necesita ser desmontado y expuesto para que no haya más miradas que nieguen lo que es y lo que no puede ser, y obstaculicen cuál es la relación con la realidad que cada uno elije.
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